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Zafón

La

sombra

del

viento

—Medicinas y ungüentos ya tenían para abrir una botica, por lo cual me he permitido llevarle unas flores, una botella de colonia Nenuco y tres frascos de Fruco de melocotón, que es el favorito de don Federico.

—Ha hecho usted bien. Ya me dirá lo que le debo —dijo mi padre—. Y a él, ¿cómo lo ha visto?

—Hecho una caquilla, para qué mentir. Sólo de verlo encogido en la cama como un ovillo, gimiendo que se quería morir, me entró un ansia asesina, fíjese usted. Me plantaba ahora mismo armado hasta el gaznate en la Brigada Criminal y me cepillaba a trabucazos a media docena de capullos, empezando por esa pústula supurante de Fumero.

—Fermín, tengamos la fiesta en paz. Le prohíbo terminantemente que haga nada.

—Lo que usted mande, señor Sempere.

—¿Y La Pepita cómo lo lleva?

—Con una presencia de ánimo ejemplar. Las vecinas la tienen dopada a base de lingotazos de brandy y cuando yo la vi había caído inerme de un sopor en el sofá, donde roncaba como un marraco y expelía unas llufas que per-foraban la tapicería.

—Genio y figura. Fermín, le voy a pedir que se quede hoy usted en la tienda, que yo me voy a pasar un rato a ver a don Federico. Luego he quedado con Barceló. Y Daniel tiene cosas que hacer.

Alcé la vista justo a tiempo para sorprender a Fermín y a mi padre intercambiando una mirada de complicidad.

—Menudo par de casamenteras —dije.

Aún se reían de mí cuando salí por la puerta echando chispas.

Barría las calles una brisa fría y cortante que sembraba a su paso pinceladas de vapor. Un sol acerado arrancaba ecos de cobre al horizonte de tejados y campanarios del barrio gótico. Faltaban todavía varias horas para mi cita con Bea en el claustro de la universidad y decidí tentar a la suerte y acercarme a visitar a Nuria Monfort, con la confianza de que todavía viviese en la dirección que su padre me había proporcionado tiempo atrás.

La plaza de San Felipe Neri es apenas un respiradero en el laberinto de calles que traman el barrio gótico, oculta tras las antiguas murallas romanas.

Los impactos del fuego de ametralladora en los días de la guerra salpican los muros de la iglesia. Aquella mañana, un grupo de chiquillos jugaba a soldados, ajenos a la memoria de las piedras. Una mujer joven, con el pelo marcado con mechas de plata, los contemplaba sentada en un banco, con un libro entreabierto en las manos y una sonrisa extraviada. Según las señas, Nuria Monfort vivía en un edificio el, el umbral de la plaza. La fecha de construcción aún podía leerse en el arco de piedra ennegrecida que coronaba el portal, 1801. El zaguán apenas dejaba adivinar una estancia de sombras por la que ascendía una escalera torcida en una suerte de espiral. Consulté la colmena de buzones de latón. Los nombres de los inquilinos podían leerse en unos pedazos de cartulina amarillenta insertados en una ranura al uso.

Miquel Moliner / Nuria Monfort

3.°— 2.°

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Ascendí lentamente, casi temiendo que la finca se derribaría si me atrevía a pisar firme sobre aquellos peldaños diminutos, de casa de muñecas.

Había dos puertas por rellano, sin número ni distinción. Al llegar al tercero escogí una al azar y llamé con los nudillos. La escalera olía a humedad, a piedra envejecida y a arcilla. Llamé varias veces sin obtener respuesta. Decidí probar suerte con la otra puerta. Golpeé la puerta con el puño tres veces.

Dentro del piso podía oírse una radio a todo volumen transmitiendo el programa «Momentos para la Reflexión con el padre Martín Calzado».

Me abrió la puerta una señora en bata acolchada a cuadros color turquesa, pantuflas y un casco de rulos. En la penuria de luz me pareció un buzo. A su espalda, la voz aterciopelada del padre Martín Calzado dedicaba unas palabras al patrocinador del programa, los productos de belleza Aurorín, predilectos de los peregrinos al santuario de Lourdes y verdadera mano de santo con pústulas y verrugones irreverentes.

—Buenas tardes. Estaba buscando a la señora Monfort.

—¿La Nurieta? Se equivoca usted de puerta, joven. Es ahí enfrente.

—Usted perdone. Es que he llamado y no había nadie.

—¿No será un acreedor, verdad? —preguntó de pronto la vecina con el recelo de la experiencia.

—No. Vengo de parte del padre de la señora Monfort.

—Ah, bueno. La Nurieta estará abajo, leyendo. ¿No la ha visto usted al subir?

Al bajar a la calle comprobé que la mujer de los cabellos plateados y el libro en las manos seguía varada en su banco de la plaza. La observé con detenimiento. Nuria Monfort era una mujer mas que atractiva, de rasgos tallados para figurines de moda y retratos de estudio, a la que la juventud parecía estar escapándosele por la mirada. Había algo de su padre en aquel talle frágil y pincelado. Supuse que debía de rondar los cuarenta y pocos, dejándome llevar, si acaso, por los trazos de cabello plateado y las líneas que ajaban un rostro que, a media luz, hubiera podido pasar por diez años más joven.

—¿Señora Monfort?

Me miró como quien despierta de un trance, sin verme.

—Mi nombre es Daniel Sempere. Su padre me dio sus señas hace algún tiempo y me dijo que tal vez usted podría hablarme sobre Julián Carax.

Al oír estas palabras, toda expresión de ensueño se desvaneció de su rostro. Intuí que mencionar a su padre no había sido un acierto.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó con recelo.

Sentí que si no ganaba su confianza en aquel mismo instante, habría perdido mi oportunidad. La única carta que podía jugar era decir la verdad.

—Permítame que me explique. Hace ocho años, casi por casualidad, encontré en el Cementerio de los Libros Olvidados una novela de Julián Carax que usted había ocultado allí para evitar que un hombre que se hace llamar Laín Coubert la destruyese —dije.

Me miró fijamente, inmóvil, como si temiese que el mundo fuera a desmoronarse a su alrededor.

—Sólo le voy a robar unos minutos —añadí—. Se lo prometo.

Asintió, abatida.

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