Zafón
La
sombra
del
viento
—Pues mire usted por dónde, a mí me da como que no, que ésa no se casa.
—Usted qué sabrá.
—De mujeres, y de otros menesteres mundanos, bastante más que usted.
Como nos enseña Freud, la mujer desea lo contrario de lo que piensa o declara, lo cual, bien mirado, no es tan terrible porque el hombre, como nos enseña Perogrullo, obedece por contra al dictado de su aparato genital o digestivo.
—No me largue discursos, Fermín, que le veo el plumero. Si tiene algo que decir, sintetice.
—Pues mire, en sucinta esencia se lo digo: ésa no tenía cara de casarse con el Cascorro.
—¿Ah, no? ¿Y de qué tenía cara, a ver?
Fermín se me acercó con aire confidencial.
—De morbo —apuntó, alzando las cejas con aire de misterio—. Y que conste que eso lo digo como un cumplido.
Como siempre, Fermín estaba en lo cierto. Vencido, opté por jugar la pelota en su terreno.
—Hablando de morbo, cuénteme lo de la Bernarda. ¿Hubo beso o no hubo beso?
—No me ofenda, Daniel. Le recuerdo que está usted hablando con un profesional de la seducción, y eso del beso es para amateurs y diletantes de pantufla. A la mujer de verdad se la gana uno poco a poco. Es todo cuestión de psicología, como una buena faena en la plaza.
—O sea, que le dio calabazas.
A Fermín Romero de Torres no le da calabazas ni san Roque. Lo que ocurre es que el hombre, volviendo a Freud y valga la metáfora, se calienta como una bombilla: al rojo en un tris, y frío otra vez en un soplo. La hembra, sin embargo, y esto es ciencia pura, se calienta como una plancha, ¿entiende usted?
Poco a poco, a fuego lento, como la buena escudella. Pero eso sí, cuando ha cogido calor, aquello no hay quien lo pare. Como los altos hornos de Vizcaya.
Sopesé las teorías termodinámicas de Fermín.
—¿Es eso lo que está usted haciendo con la Bernarda? —pregunté—.
¿Poner la plancha al fuego?
Fermín me guiñó un ojo.
—Esa mujer es un volcán al borde de la erupción, con una libido de magma ígneo y un corazón de santa —dijo, relamiéndose—. Por establecer un paralelismo veraz, me recuerda a mi mulatita en La Habana, que era una santera muy devota. Pero, como en el fondo soy un caballero de los de antes, no me aprovecho, y con un casto beso en la mejilla me conformé. Porque yo no tengo prisa, ¿sabe? Lo bueno se hace esperar. Hay pardillos por ahí que se creen que si le ponen la mano en el culo a una mujer y ella no se queja, ya la tienen en el bote. Aprendices. El corazón de la hembra es un laberinto de sutilezas que de-safía la mente cerril del varón trapacero. Si quiere usted de verdad poseer a una mujer, tiene que pensar como ella, y lo primero es ganarse su alma. El resto, el dulce envoltorio mullido que le pierde a uno el sentido y la virtud, viene por añadidura.
Aplaudí su discurso con solemnidad.
—Fermín, es usted un poeta.
—No, yo estoy con Ortega y soy un pragmático, porque la poesía miente, aunque en bonito, y lo que yo digo es más verdad que el pan con tomate. Ya lo Página 75 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
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del
viento
decía el maestro, enséñeme usted un donjuán y le enseño yo a un mariposón enmascarado. Lo mío es la permanencia, lo perenne. A usted le pongo por testigo que yo de la Bernarda haré una mujer, si no honrada, porque eso ya lo es, al menos feliz.
Le sonreí, asintiendo. Su entusiasmo era contagioso, y su métrica invencible.
—Me la cuide bien, Fermín. Que la Bernarda tiene demasiado corazón y ya se ha llevado demasiados chascos.
—¿Se cree que no me doy cuenta? Vamos, si lo lleva en la frente como una póliza del patronato de viudas de guerra. Se lo digo yo, que en esto de encajar putadas tengo muchísima experiencia: yo a esa mujer la colmo de dicha aunque sea lo último que haga en este mundo.
—¿Palabra?