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Antoni Fortuny, a quien todos llamaban el sombrerero, había conocido aSophie Carax en 1899 frente a los peldaños de la catedral de Barcelona. Venía dehacerle una promesa a san Eustaquio, que de entre todos los santos con capillaparticular, tenía fama de ser el más diligente y menos remilgado a la hora deconceder milagros de amor. Antoni Fortuny, que ya había cumplido los treintaaños y rebosaba soltería, quería una esposa y la quería ya. Sophie era una jovenfrancesa que vivía en una residencia para señoritas en la calle Riera Alta eimpartía clases particulares de solfeo y piano a los vástagos de las familias másprivilegiadas de Barcelona. No tenía familia ni patrimonio, apenas su juventud y laformación musical que su padre, pianista de un teatro de Nimes, le había podidodejar antes de morir de tuberculosis en 1886. Antoni Fortuny, por contra, era unhombre en vías de prosperidad. Había heredado recientemente el negocio de supadre, una reputada sombrerería en la ronda de San Antonio en la que habíaaprendido el oficio que algún día soñaba en enseñar a su propio hijo. SophieCarax se le antojó frágil, bella, joven, dócil y fértil. San Eustaquio había cumplido conforme a su reputación. Tras cuatro meses de cortejo insistente, Sophie aceptó su oferta de matrimonio. El señor Molins, que había sido amigo del abuelo Fortuny, le advirtió a Antoni que se casaba con una desconocida, que Sophie parecía buena muchacha, pero que quizá aquel enlace era demasiado conveniente para ella, que esperase al menos un año... Antoni Fortuny replicó que sabía ya lo suficiente de su futura esposa. Lo demás no le interesaba. Se casaron en la basílica del Pino y pasaron su luna de miel de tres días en un balneario de Mongat. La mañana antes de partir, el sombrerero preguntó confidencialmente al señor Molins cómo debía proceder en los misterios de alcoba. Molins, sarcástico, le dijo que le preguntase a su esposa. El matrimonio Fortuny regresó a Barcelona apenas dos días después. Los vecinos dijeron que Sophie lloraba al entrar en la escalera. La Viçenteta juraría años más tarde que Sophie le había dicho que el sombrerero no le había puesto un dedo encima y que cuando ella había querido seducirle, la había tratado de ramera y se había sentido repugnado por la obscenidad de lo que ella proponía. Seis meses más tarde, Sophie anunció a su esposo que llevaba un hijo en las entrañas. El hijo de otro hombre.
Antoni Fortuny había visto a su propio padre golpear a su madre infinidadde veces e hizo lo que entendía procedente. Sólo se detuvo cuando creyó que unsolo roce más la mataría. Aun así, Sophie se negó a desvelar la identidad delpadre de la criatura que llevaba en el vientre. Antoni Fortuny, aplicando su lógicaparticular, decidió que se trataba del demonio, pues aquél no era sino hijo delpecado, y el pecado sólo tenía un padre: el maligno. Convencido así de que elpecado se había colado en su hogar y entre los muslos de su esposa, elsombrerero se aficionó a colgar crucifijos por doquier. en las paredes, en laspuertas de todas las habitaciones y en el techo. Cuando Sophie le encontrósembrando de cruces la alcoba a la que la había confinado, se asustó y conlágrimas en los ojos le preguntó si se había vuelto loco. Él, ciego de rabia, sevolvió y la abofeteó. «Una puta, como las demás», escupió al echarla a patadas alrellano de la escalera tras desollarla a correazos. Al día siguiente, cuando AntoniFortuny abrió la puerta de su casa para bajar a abrir la sombrerería, Sophieseguía allí, cubierta de sangre seca y tiritando de frío. Los médicos nuncapudieron arreglar completamente las fracturas de la mano derecha. Sophie Caraxnunca volvería a tocar el piano, pero dio a luz un varón al que habría de llamarJulián en recuerdo al padre que había perdido demasiado pronto, como todo en lavida. Fortuny pensó en echarla de su casa, pero creyó que el escándalo no sería Página 71 de 288
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bueno para el negocio. Nadie compraría sombreros a un hombre con fama decornudo. Era un contrasentido. Sophie pasó a ocupar una alcoba oscura y fría enla parte de atrás del piso. Allí daría a luz a su hijo con la ayuda de dos vecinas dela escalera. Antoni no volvió a casa hasta tres días después. «Este es el hijo queDios te ha dado —le anunció Sophie—. Si quieres castigar a alguien, castígame amí, pero no a una criatura inocente. El niño necesita un hogar y un padre. Mispecados no son los suyos. Te ruego que te apiades de nosotros. »
Los primeros meses fueron difíciles para ambos. Antoni Fortuny habíadecidido rebajar a su esposa al rango de criada. Ya no compartían ni el lecho ni lamesa, y rara vez cruzaban una palabra como no fuera para dirimir alguna cuestiónde orden doméstico. Una vez al mes, normalmente coincidiendo con la luna llena,Antoni Fortuny hacía acto de presencia en la alcoba de Sophie de madrugada y,sin mediar palabra, embestía a su antigua esposa con ímpetu pero escaso oficio.
Aprovechando estos raros y beligerantes momentos de intimidad, Sophieintentaba congraciarse con él susurrando palabras de amor, dedicando cariciasexpertas. El sombrerero no era hombre para fruslerías y la zozobra del deseo sele evaporaba en cuestión de minutos, cuando no segundos. De dichos asaltos acamisón arremangado no resultó hijo alguno. Después de unos años, AntoniFortuny dejó de visitar la alcoba de Sophie definitivamente, y adquirió el hábito deleer las Sagradas Escrituras hasta bien entrada la madrugada, buscando en ellassolaz a su tormento.
Con la ayuda de los Evangelios, el sombrerero hacía un esfuerzo porsuscitar en su corazón un amor por aquel niño de mirada profunda que gustabade hacer bromas sobre todo e inventar sombras donde no las había. Pese a suempeño, no sentía al pequeño Julián como hijo de su sangre, ni se reconocía enél. Al niño, por su parte, no parecían interesarle en demasía los sombreros ni lasenseñanzas del catecismo. Llegada la Navidad, Julián se entretenía enrecomponer las figuras del pesebre y urdir intrigas en las que el niño Jesús habíasido raptado por los tres magos de Oriente confines escabrosos. Pronto adquirióla manía de dibujar ángeles con dientes de lobo e inventar historias de espíritusencapuchados que salían de las paredes y se comían las ideas de la gentemientras dormía. Con el tiempo, el sombrerero perdió toda esperanza deenderezar a aquel muchacho hacia una vida de provecho. Aquel niño no era unFortuny y nunca lo sería. Alegaba que se aburría en el colegio y regresaba contodos sus cuadernos repletos de garabatos de seres monstruosos, serpientesaladas y edificios vivos que caminaban y devoraban a los incautos. Ya porentonces estaba claro que la fantasía y la invención le interesaban infinitamentemás que la realidad cotidiana que le rodeaba. De todas las decepciones queatesoró en vida, ninguna le dolió tanto a Antoni Fortuny como aquel hijo que eldemonio le había enviado para burlarse de él.
A los diez años, Julián anunció que quería ser pintor, como Velázquez,pues soñaba con acometer los lienzos que el gran maestro no había podido llegara pintar en vida, argumentaba, por culpa de tanto retratar por obligación a losdébiles mentales de la familia real. Para acabar de arreglar las cosas, a Sophie,quizá para matar la soledad y recordar a su padre, se le ocurrió darle clases depiano. Julián, que adoraba la música, la pintura y todas las materias desprovistasde provecho y beneficio en la sociedad de los hombres, pronto aprendió losrudimentos de la harmonía y decidió que prefería inventarse sus propiascomposiciones a seguir las partituras del libro de solfeo, lo cual era contra natura.
Por aquel entonces, Antoni Fortuny todavía creía que parte de las deficiencias Página 72 de 288
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mentales del muchacho se debían a su dieta, demasiado influenciada por loshábitos de cocina francesa de su madre. Era bien sabido que la exuberancia demantequillas producía la ruina moral y aturdía el entendimiento. Prohibió aSophie cocinar con mantequilla por siempre jamás. Los resultados no fueronexactamente los esperados.
A los doce años, Julián empezó a perder su interés febril por la pintura ypor Velázquez, pero las esperanzas iniciales del sombrerero duraron poco.
Julián abandonaba los sueños del Prado por otro vicio mucho más pernicioso.
Había descubierto la biblioteca de la calle del Carmen y dedicaba cada treguaque su padre le concedía en la sombrerería a acudir al santuario de los libros ydevorar tomos de novela, de poesía y de historia. Un día antes de cumplir lostrece años anunció que quería ser alguien llamado Robert Louis Stevenson, atodas luces un extranjero. El sombrerero le anunció que a duras penas llegaría apicapedrero. Tuvo entonces la certeza de que su hijo no era sino un necio.
A menudo, sin poder conciliar el sueño, Antoni Fortuny se retorcía en ellecho de rabia y frustración. En el fondo de su corazón quería a aquelmuchacho, se decía. Y, aunque ella no lo mereciese, también quería a lamujerzuela que le había traicionado desde el primer día. Los quería con toda sualma, pero a su manera, que era la correcta. Sólo le pedía a Dios que lemostrase el modo en que los tres podían ser felices, preferiblemente también asu manera. Imploraba al Señor que le enviase una señal, un susurro, una migajade su presencia. Dios, en su infinita sabiduría, y quizá abrumado por laavalancha de peticiones de tantas almas atormentadas, no respondía. MientrasAntoni Fortuny se deshacía en remordimientos y resquemores, Sophie, al otrolado del muro, se apagaba lentamente, viendo su vida naufragar en un soplo deengaños, de abandono, de culpa. No amaba al hombre al que servía, pero sesentía suya, y la posibilidad de abandonarle y llevarse a su hijo a otro lugar se leantojaba inconcebible. Recordaba con amargura al verdadero padre de Julián, ycon el tiempo aprendió a odiarle y a detestar cuanto representaba, que no erasino cuanto ella anhelaba. A falta de conversaciones, el matrimonio empezó aintercambiar gritos. Insultos y recriminaciones afiladas volaban por el piso comocuchillos, acribillando a quien osara interponerse en su trayectoria,habitualmente Julián. Luego, el sombrerero nunca recordaba exactamente porqué había pegado a su mujer. Recordaba sólo el fuego y la vergüenza. Se juraba entonces que aquello no volvería a suceder jamás, que si era necesario seentregaría a las autoridades para que lo confinasen a un penal.
Con la ayuda de Dios, Antoni Fortuny tenía la certeza de que podía llegara ser un hombre mejor de lo que lo había sido su propio padre. Pero tarde otemprano, los puños encontraban de nuevo la carne tierna de Sophie y, con eltiempo, Fortuny sintió que si no podía poseerla como esposo, lo haría comoverdugo. De este modo, a escondidas, la familia Fortuny dejó pasar los años,silenciando sus corazones y sus almas, hasta el punto que, de tanto callar,olvidaron las palabras para expresar sus verdaderos sentimientos y setransformaron en extraños que convivían bajo un mismo tejado, uno de tantosen la ciudad infinita.
Pasaban ya de las dos y media cuando regresé a la librería. Al entrar, Fermín me lanzó una mirada sarcástica desde lo alto de una escalera, donde le sacaba lustre a una colección de los Episodios nacionales del insigne don Benito.
—Alabados sean los ojos. Ya le creíamos haciendo las Américas, Daniel.
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