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Tenía el pelo grasiento y aplastado sobre la frente, la mirada porcina y pícara.

Vestía un traje por el que no le hubieran dado ni diez pesetas en el mercado de Los Encantes, pero lo compensaba con una estrepitosa corbata de colorido tropical. A juzgar por el aspecto de la oficina, allí ya apenas se administraban musarañas y catacumbas de una Barcelona, de antes de la Restauración.

—Estamos de reformas —dijo Molins a modo de disculpa.

Para romper el hielo, dejé caer el nombre de doña Aurora como si se tratase de una vieja amiga de la familia.

—Mire que estaba mollar de joven, la verdad —comentó Molins—. Los años la han puesto fondona, claro que yo tampoco soy el que era. Aquí donde me ve, yo a la edad de usted era un adonis. De rodillas se me ponían las chavalas para que les hiciera un favor, cuando no un hijo. El siglo veinte es una mierda. En fin, ¿qué se le ofrece a usted, joven?

Le endosé una historia más o menos plausible sobre un supuesto parentesco lejano con los Fortuny. Tras cinco minutos de cháchara, Molins se Página 69 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

arrastró hasta su archivo y me dio la dirección del abogado que llevaba los asuntos de Sophie Carax, la madre de Julián.

—A ver... José María Requejo. Calle León XIII, 59. Aunque la correspondencia la enviamos cada semestre a un apartado de correos en la central de Vía Layetana.

—¿Conoce usted al señor Requejo?

—Alguna vez habré hablado con su secretaria por teléfono. La verdad, todos los trámites con él se hacen por correo y los lleva mi secretaria, que hoy está en la peluquería. Los abogados de hoy no tienen tiempo para el trato formal de antes. Ya no quedan caballeros en la profesión.

Al parecer tampoco quedaban direcciones fiables. Un simple vistazo a la guía de calles que había sobre el escritorio del administrador me confirmó lo que sospechaba: la dirección del supuesto abogado Requejo no existía. Así se lo hice saber al señor Molins, que absorbió la noticia como un chiste.

—No me joda —dijo riendo—. ¿Qué le decía yo? Chorizos.

El administrador se reclinó en su butacón y emitió otro de sus ronquidos.

—¿Tendría usted el número de ese apartado de correos?

—Según la ficha es el 2837, aunque yo los números que hace mi secretaria no los entiendo, porque ya sabe usted que las mujeres para las matemáticas no sirven; para lo que sí sirven es para...

—¿Me permite ver la ficha?

—Faltaría más. Usted mismo.

Me tendió la ficha y la examiné. Los números se entendían perfectamente.

El apartado de correos era el 2321. Me aterró pensar en la contabilidad que se debía llevar en aquella oficina.

—¿Tuvo usted mucho trato con el señor Fortuny en vida? —pregunté.

—De aquella manera. Un hombre muy austero. Me acuerdo de que, cuando me enteré de que la francesa le había dejado, le invité a venirse de putas con unos amiguetes aquí a un local fabuloso que conozco al lado de La Paloma.

Para que se animase, ¿eh?, nada más. Y mire usted que dejó de dirigirme la palabra y de saludarme por la calle, como si fuese invisible. ¿Qué le parece?

—Me deja usted de piedra. ¿Qué más puede contarme de la familia Fortuny? ¿Les recuerda usted bien?

—Eran otros tiempos —musitó con nostalgia—. Lo cierto es que yo conocía ya al abuelo Fortuny, que fundó la sombrerería. Del hijo, qué le voy a contar. Ella, eso sí, estaba de miedo. Qué mujer. Y honrada, ¿eh?, pese a todos los rumores y habladurías que corrían por ahí...

—¿Como el de que Julián no era hijo legítimo del señor Fortuny?

—¿Y usted dónde ha oído eso?

—Como le dije, soy de la familia. Todo se sabe.

—De todo eso nunca se probó nada.

—Pero se habló —invité.

—La gente le da al pico que es un contento. El hombre no viene del mono, viene de la gallina.

—¿Y qué decía la gente?

—¿Le apetece a usted una copita de ron? Es de Igualada, pero tiene una chispilla caribeña... Está buenísimo.

—No, gracias, pero yo le acompaño. Vaya contándome mientras tanto...

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