—¿Dijo por qué?
La portera negó.
—¿Recuerda su nombre?
—Inspector nosequé. Ni me creí que fuese policía. El asunto olía mal, ya me entiende. A algo personal. Le facturé con viento fresco y le dije que no tenía las llaves del piso y que si quería algo, que llamase al abogado. Me dijo que volvería, pero no le he vuelto a ver por aquí. Ni ganas.
—¿No tendrá usted por casualidad el nombre y la dirección de ese abogado, verdad?
—Eso se lo tendría que preguntar usted al administrador de la finca, el señor Molins. Tiene la oficina aquí cerca, en el 28 de Floridablanca, entresuelo.
Dígale que va usted de parte de la señora Aurora, servidora de usted.
—Se lo agradezco mucho. Y dígame, señora Aurora, ¿entonces el piso de los Fortuny está vacío?
—Vacío no, porque nadie se ha llevado nada de ahí en todos los años desde que murió el viejo. Si a veces hasta huele. Yo diría que hay ratas y todo, fíjese usted.
—¿Cree usted que sería posible echarle un vistazo? A lo mejor encontramos algo que nos indique qué se hizo realmente de Julián...
—Ay, yo no puedo hacer eso. Tiene usted que hablarlo con el señor, Molins, que es el que lo lleva.
Le sonreí con malicia.
—Pero usted tendrá una llave maestra, supongo. Aunque le dijese a ese individuo que no... No me diga que no se muere usted de curiosidad por saber lo que hay ahí dentro.
Doña Aurora me miró de reojo.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—Es usted un demonio.
La puerta cedió como la losa de un sepulcro, con un quejido brusco, exhalando el aliento fétido y viciado del interior. Empujé el portón hacia el interior, desvelando un pasillo que se hundía en la negrura. El aire hedía a cerrado y a humedad. Volutas de mugre y polvo coronaban los ángulos de la techumbre, pendiendo como cabellos blancos. Las losas quebradas del suelo estaban recubiertas por lo que parecía un manto de cenizas. Advertí lo que parecían marcas de pisadas adentrándose en el piso.
—Santa Madre de Dios —murmuró la portera—. Aquí hay más mierda que en el palo de un gallinero.
—Si lo prefiere, ya entro yo solo —sugerí.
—Eso quisiera usted. Venga, tire palante, que yo le sigo.
Cerramos la puerta a nuestra espalda. Por un instante, hasta que la mirada se nos acostumbró a la penumbra, permanecimos inmóviles en el umbral del piso.
Escuché la respiración nerviosa de la portera y percibí el vahído agrio a sudor que desprendía. Me sentí como un ladrón de tumbas, con el alma envenenada de codicia y anhelo.
—Oiga, ¿qué será ese ruido? —preguntó la portera, inquieta.
Algo aleteaba en las tinieblas, alertado por nuestra presencia. Me pareció entrever una forma pálida revoloteando en el extremo del corredor.
—Palomas —dije— Deben de haberse colado por una ventana rota y anidado aquí.
—Pues mire que me dan un asco a mí los pajarracos esos —dijo la portera—. Con lo que llegan a cagar.
—Usted tranquila, doña Aurora, que sólo atacan cuando tienen hambre.
Nos adelantamos unos pasos hasta el fin del pasillo. Llegamos a un comedor que daba al balcón. Se apreciaba el contorno de una mesa destartalada recubierta por un mantel deshilachado que parecía una mortaja. La velaban cuatro sillas y un par de vitrinas veladas de suciedad que custodiaban la vajilla, una colección de vasos y un juego de té. En una esquina permanecía el viejo piano vertical de la madre de Carax. Las teclas habían ennegrecido y apenas se veían las junturas bajo el velo de polvo. Frente al balcón palidecía una butaca de faldones raídos. Junto a ella había una mesa de café sobre la que reposaban unas lentes de lectura y una Biblia encuadernada en piel pálida y ribeteada con filetes dorados, de las que se regalaban entonces por la primera comunión.
Todavía conservaba el punto, una hebra de cordel escarlata.
—Mire, en esa butaca es donde encontraron muerto al viejo. Dijo el médico que llevaba ahí dos días. Qué triste morir así, solo como un perro. Y mire que se lo buscó, pero aun así, mire que me da lástima.
Me acerqué a la butaca mortuoria del señor Fortuny. Junto a la Biblia había una pequeña caja con fotografías en blanco y negro, retratos viejos de estudio.
Me arrodillé a examinarlas, dudando casi viejos rozarlas con los dedos.
Pensé que estaba profanando los recuerdos de un pobre hombre, pero la curiosidad pudo más. La primera estampa mostraba a una pareja joven con un niño de no más de cuatro años. Le reconocí por los ojos.