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Me tendió la mano con aplomo templario. Se la estreché.

—Palabra de Fermín Romero de Torres.

Tuvimos una tarde lenta en la tienda, con apenas un par de curiosos. En vista del panorama, le sugerí a Fermín que se tomase libre el resto de la tarde.

—Ande, se va usted a buscar a la Bernarda y se la lleva al cine o a mirar escaparates por la calle Puertaferrisa cogida del brazo, que a ella eso le encanta.

Fermín se aprestó a tomarme la palabra y corrió a acicalarse en la trastienda, donde guardaba siempre una muda impecable y toda suerte de colonias y ungüentos en un neceser que hubiera sido la envidia de doña Concha Piquer. Cuando salió parecía un galán de peliculón, pero con treinta kilos menos en los huesos. Vestía un traje que había sido de mi padre y un sombrero de fieltro que le venía un par de tallas grande, problema que solventaba colocando bolas de papel de periódico bajo la copa.

—Por cierto, Fermín. Antes de que se vaya... Quería pedirle un favor.

—Eso está hecho. Usted ordene que yo estoy aquí para obedecer.

—Le voy a pedir que esto quede entre nosotros, ¿eh?, a mi padre ni una palabra.

Sonrió de oreja a oreja.

—Ah, granujilla. Algo que ver con esa chavala imponente, ¿eh?

—No. Éste es un asunto de investigación e intriga. De lo suyo, vamos.

—Bueno, yo de chavalas también sé un rato. Se lo digo por si un día tiene usted una consulta técnica, ya sabe. Con toda confianza, que para eso soy como un médico. Sin ñoñerías.

—Lo tendré en cuenta. Ahora, lo que necesitaría saber es a quién pertenece un apartado de correos en la oficina central de Vía Layetana.

Número 2321. Y, a ser posible, quién recoge el correo que llega ahí. ¿Cree usted que podría echarme un cable?

Fermín se anotó el número en el empeine, bajo el calcetín, a bolígrafo.

—Eso es pan comido. A mí no hay organismo oficial que se me resista.

Deme unos días y le tendré un informe completo.

—Hemos quedado que a mi padre ni una palabra, ¿eh?

—Descuide. Hágase cuenta de que soy la esfinge de Keops.

—Se lo agradezco. Y ahora, venga, váyase ya y que se lo pase bien.

Le despedí con un saludo militar y le vi partir gallardo como un gallo rumbo al gallinero. No debía de hacer ni cinco minutos que Fermín se había Página 76 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

ido cuando escuché las campanillas de la puerta y alcé la vista de las columnas de cifras y tachones. Un individuo amparado en una gabardina gris y un sombrero de fieltro acababa de entrar. Lucía un bigote pincelado y los ojos azules y vidriosos. Exhibía una sonrisa de vendedor, falsa y forzada. Lamenté que Fermín no estuviese allí, porque él tenía la mano rota para librarse de los viajantes de alcanfores y morralla que ocasionalmente se colaban en la librería. El visitante me brindó su sonrisa grasienta y falsa, cogiendo al azar un tomo de una pila por ordenar y valorar que había junto a la entrada. Todo en él comunicaba desprecio por cuanto veía. No me vas a vender ni las buenas tardes, pensé.

—Cuánta letra, ¿eh? —dijo.

—Es un libro; suelen tener bastantes letras. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?

El individuo devolvió el libro a la pila, asintiendo con displicencia e ignorando mi pregunta.

—Es lo que yo digo. Leer es para la gente que tiene mucho tiempo y nada que hacer. Como las mujeres. El que tiene que trabajar no tiene tiempo para cuentos. En la vida hay que pencar. ¿No le parece a usted?

—Es una opinión. ¿Buscaba usted algo en especial?

—No es una opinión; es un hecho. Eso es lo que pasa en este país, que la gente no quiere trabajar. Mucho vago es lo que hay, ¿no le parece a usted?

—No lo sé, caballero. Quizá. Aquí, como ve, sólo vendemos libros.

El individuo se acercó al mostrador, su mirada siempre revoloteando por la tienda y posándose ocasionalmente en la mía. Su aspecto y su ademán me resultaban vaga mente familiares, aunque no hubiera sabido decir de dónde.

Había algo en él que hacía pensar en una de esas figuras que aparecen en naipes de anticuario o adivino, un personaje escapado de los grabados de un incunable. Tenía la presencia fúnebre e incandescente, como una maldición con el traje de los domingos.

—Si me dice en qué puedo servirle...

—Soy yo más bien quien venía a hacerle a usted un servicio. ¿Es usted el dueño de este establecimiento?

—No. El dueño es mi padre.

—¿Y su nombre es?

—¿El mío o el de mi padre?

El individuo me dedicó una sonrisa socarrona. Un risitas, pensé.

—Me haré cuenta de que el cartel de Sempere e hijos va por ambos, entonces.

—Es usted muy perspicaz. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de su visita, si no está interesado en un libro?

—El motivo de mi visita, que es de cortesía, es advertirle que ha llegado a mi atención que tienen ustedes tratos con gentes de mal vivir, en particular invertidos y maleantes.

Le observé atónito.

—¿Perdón?

El individuo me clavó la mirada.

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