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Con la ayuda de los Evangelios, el sombrerero hacía un esfuerzo porsuscitar en su corazón un amor por aquel niño de mirada profunda que gustabade hacer bromas sobre todo e inventar sombras donde no las había. Pese a suempeño, no sentía al pequeño Julián como hijo de su sangre, ni se reconocía enél. Al niño, por su parte, no parecían interesarle en demasía los sombreros ni lasenseñanzas del catecismo. Llegada la Navidad, Julián se entretenía enrecomponer las figuras del pesebre y urdir intrigas en las que el niño Jesús habíasido raptado por los tres magos de Oriente confines escabrosos. Pronto adquirióla manía de dibujar ángeles con dientes de lobo e inventar historias de espíritusencapuchados que salían de las paredes y se comían las ideas de la gentemientras dormía. Con el tiempo, el sombrerero perdió toda esperanza deenderezar a aquel muchacho hacia una vida de provecho. Aquel niño no era unFortuny y nunca lo sería. Alegaba que se aburría en el colegio y regresaba contodos sus cuadernos repletos de garabatos de seres monstruosos, serpientesaladas y edificios vivos que caminaban y devoraban a los incautos. Ya porentonces estaba claro que la fantasía y la invención le interesaban infinitamentemás que la realidad cotidiana que le rodeaba. De todas las decepciones queatesoró en vida, ninguna le dolió tanto a Antoni Fortuny como aquel hijo que eldemonio le había enviado para burlarse de él.

A los diez años, Julián anunció que quería ser pintor, como Velázquez,pues soñaba con acometer los lienzos que el gran maestro no había podido llegara pintar en vida, argumentaba, por culpa de tanto retratar por obligación a losdébiles mentales de la familia real. Para acabar de arreglar las cosas, a Sophie,quizá para matar la soledad y recordar a su padre, se le ocurrió darle clases depiano. Julián, que adoraba la música, la pintura y todas las materias desprovistasde provecho y beneficio en la sociedad de los hombres, pronto aprendió losrudimentos de la harmonía y decidió que prefería inventarse sus propiascomposiciones a seguir las partituras del libro de solfeo, lo cual era contra natura.

Por aquel entonces, Antoni Fortuny todavía creía que parte de las deficiencias Página 72 de 288

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mentales del muchacho se debían a su dieta, demasiado influenciada por loshábitos de cocina francesa de su madre. Era bien sabido que la exuberancia demantequillas producía la ruina moral y aturdía el entendimiento. Prohibió aSophie cocinar con mantequilla por siempre jamás. Los resultados no fueronexactamente los esperados.

A los doce años, Julián empezó a perder su interés febril por la pintura ypor Velázquez, pero las esperanzas iniciales del sombrerero duraron poco.

Julián abandonaba los sueños del Prado por otro vicio mucho más pernicioso.

Había descubierto la biblioteca de la calle del Carmen y dedicaba cada treguaque su padre le concedía en la sombrerería a acudir al santuario de los libros ydevorar tomos de novela, de poesía y de historia. Un día antes de cumplir lostrece años anunció que quería ser alguien llamado Robert Louis Stevenson, atodas luces un extranjero. El sombrerero le anunció que a duras penas llegaría apicapedrero. Tuvo entonces la certeza de que su hijo no era sino un necio.

A menudo, sin poder conciliar el sueño, Antoni Fortuny se retorcía en ellecho de rabia y frustración. En el fondo de su corazón quería a aquelmuchacho, se decía. Y, aunque ella no lo mereciese, también quería a lamujerzuela que le había traicionado desde el primer día. Los quería con toda sualma, pero a su manera, que era la correcta. Sólo le pedía a Dios que lemostrase el modo en que los tres podían ser felices, preferiblemente también asu manera. Imploraba al Señor que le enviase una señal, un susurro, una migajade su presencia. Dios, en su infinita sabiduría, y quizá abrumado por laavalancha de peticiones de tantas almas atormentadas, no respondía. MientrasAntoni Fortuny se deshacía en remordimientos y resquemores, Sophie, al otrolado del muro, se apagaba lentamente, viendo su vida naufragar en un soplo deengaños, de abandono, de culpa. No amaba al hombre al que servía, pero sesentía suya, y la posibilidad de abandonarle y llevarse a su hijo a otro lugar se leantojaba inconcebible. Recordaba con amargura al verdadero padre de Julián, ycon el tiempo aprendió a odiarle y a detestar cuanto representaba, que no erasino cuanto ella anhelaba. A falta de conversaciones, el matrimonio empezó aintercambiar gritos. Insultos y recriminaciones afiladas volaban por el piso comocuchillos, acribillando a quien osara interponerse en su trayectoria,habitualmente Julián. Luego, el sombrerero nunca recordaba exactamente porqué había pegado a su mujer. Recordaba sólo el fuego y la vergüenza. Se juraba entonces que aquello no volvería a suceder jamás, que si era necesario seentregaría a las autoridades para que lo confinasen a un penal.

Con la ayuda de Dios, Antoni Fortuny tenía la certeza de que podía llegara ser un hombre mejor de lo que lo había sido su propio padre. Pero tarde otemprano, los puños encontraban de nuevo la carne tierna de Sophie y, con eltiempo, Fortuny sintió que si no podía poseerla como esposo, lo haría comoverdugo. De este modo, a escondidas, la familia Fortuny dejó pasar los años,silenciando sus corazones y sus almas, hasta el punto que, de tanto callar,olvidaron las palabras para expresar sus verdaderos sentimientos y setransformaron en extraños que convivían bajo un mismo tejado, uno de tantosen la ciudad infinita.

Pasaban ya de las dos y media cuando regresé a la librería. Al entrar, Fermín me lanzó una mirada sarcástica desde lo alto de una escalera, donde le sacaba lustre a una colección de los Episodios nacionales del insigne don Benito.

—Alabados sean los ojos. Ya le creíamos haciendo las Américas, Daniel.

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—Me entretuve por el camino. ¿Y mi padre?

—Como usted no venía, marchó él a hacer el resto de las entregas. Me encargó que le dijese a usted que esta tarde se iba a Tiana a valorar la biblioteca privada de una viuda. Su padre es de los que las mata callando. Dijo que no le esperase usted para cerrar.

—¿Estaba enfadado?

Fermín negó, descendiendo de la escalera con agilidad felina.

—Qué va. Si su padre es un santo. Además estaba muy contento al ver que se ha echado usted novia.

—¿Qué?

Fermín me guiñó un ojo, relamiéndose.

—Ay, granujilla, qué callado se lo tenía usted. Y qué niña, oiga, para cortar el tráfico. De un fino que de qué. Se conoce que ha ido a buenos colegios, aunque tenía un vicio en la mirada... Mire, si no tuviese yo el corazón robado con la Bernarda, porque no le he contado a usted todavía lo de nuestra merienda...

chispas salían, oiga, chispas, que parecía la noche de San Juan...

—Fermín —le corté—. ¿De qué demonios está usted hablando?

—De su novia.

—Yo no tengo novia, Fermín.

—Bueno, ahora ustedes los jóvenes a eso lo llaman cualquier cosa,

«güirlifrend» o...

—Fermín, rebobine. ¿De qué está hablando?

Fermín Romero de Torres me miró desconcertado, juntando los dedos de una mano y gesticulando al uso siciliano. A ver. Esta tarde, hará cosa de una hora u hora y media, una señorita de bandera pasó por aquí y preguntó por usted. Su padre de usted y servidor estábamos de cuerpo presente y le puedo asegurar sin lugar a dudas que la muchacha no tenía las pintas de ser un aparecido. Le podría describir a usted hasta el olor. A lavanda, pero más dulce. Como un bollito recién hecho.

—¿Dijo acaso el bollito que era mi novia?

—Así, con todas las palabras no, pero sonrió como de refilón, ya sabe usted, y dijo que le esperaba el viernes por la tarde. Nosotros nos limitamos a sumar dos y dos.

—Bea... —murmuré yo.

—Ergo, existe —apuntó Fermín, aliviado.

—Sí, pero no es mi novia —dije.

—Pues no sé a qué está usted esperando.

—Es la hermana de Tomás Aguilar.

—¿Su amigo el inventor?

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