—Ya. Mucho número.
—No me importa, porque a mí lo que me gusta es leer, y además aquí se conoce a gente interesante.
—¿Como el profesor Velázquez?
Bea sonrió de lado.
—Estaré en el primer año, pero sé lo suficiente como para verlos venir de lejos, Daniel. Especialmente a los de su clase.
Me pregunté en qué clase debía clasificarme a mí.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—Además, el profesor Velázquez es amigo de mi padre. Están los dos en el Consejo de la Asociación para la Protección y Fomento de la Zarzuela y la Lírica Española.
Adopté expresión de estar muy impresionado.
—¿Y qué tal tu novio, el alférez Cascos Buendía?
Se le fue la sonrisa.
—Pablo viene de permiso en tres semanas.
—Estarás contenta.
—Mucho. Es un chico estupendo, aunque ya me imagino lo que debes de pensar de él.
Lo dudo, pensé. Bea me observaba, vagamente tensa. Iba a cambiar de tema, pero la lengua se me adelantó.
—Tomás dice que vais a casaros y que os vais a vivir a El Ferrol.
Asintió sin pestañear.
—En cuanto Pablo termine el servicio militar.
—Debes de estar impaciente —dije, sintiendo el sabor a mala leche en mi propia voz, una voz insolente que no sabía de dónde venía.
—No me importa, de verdad. La familia de él tiene propiedades allí, un par de astilleros, y Pablo va a estar al frente de uno. Tiene mucho talento para el liderazgo. Ya se le ve.
Bea apretó la sonrisa.
—Además, Barcelona ya la tengo vista, después de tantos años...
Le vi la mirada cansada, triste.
—Tengo entendido que El Ferrol es una ciudad fascinante. Llena de vida. Y
el marisco, dicen que es de fábula, especialmente el centollo.
Bea suspiró, agitando la cabeza. Me pareció que quería llorar de rabia, pero era demasiado orgullosa. Se rió tranquilamente.
—Diez años y todavía no le has perdido el gusto a insultarme, ¿verdad, Daniel? Pues anda, despáchate a gusto. La culpa es mía, por creer que a lo mejor podíamos ser amigos, o hacer ver que lo éramos, pero supongo que yo no valgo lo que mi hermano. Perdona que te haya hecho perder el tiempo.
Se dio la vuelta y echó a andar por el corredor que conducía a la biblioteca.
La vi alejarse a través de las baldosas blancas y negras, su sombra cortando las cortinas de luz que caían desde las cristaleras.
—Bea, espera.
Maldije mi estampa y eché a correr tras ella. La detuve a medio corredor, asiéndola del brazo. Me lanzó una mirada que quemaba.
—Perdóname. Pero te equivocas: la culpa no es tuya, es mía. Soy yo el que no vale lo que tu hermano o lo que tú. Y si te he insultado es por envidia a ese imbécil que tienes por novio y por rabia de pensar que alguien como tú se iría a El Ferrol o al Congo por seguirle.
—Daniel...