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—Te equivocas conmigo, porque sí podemos ser amigos si tú me dejas intentarlo ahora que sabes lo poco que valgo. Y te equivocas también con Barcelona, porque aun que tú te creas que la tienes vista, yo te garantizo que no es así, y que si me dejas te lo demostraré.

Vi que se le iluminaba la sonrisa y una lágrima lenta, de silencio, le caía por la mejilla.

—Más te vale que digas la verdad —dijo—. Porque si no, se lo diré a mi hermano y te sacará la cabeza como si fuese un tapón.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Le tendí la mano.

—Me parece justo. ¿Amigos?

Me ofreció la suya.

—¿A qué hora sales de clase el viernes? —pregunté.

Dudó un instante

—A las cinco.

—Te esperaré en el claustro a las cinco en punto, y antes de que anochezca te demostraré que hay algo en Barcelona que aún no has visto y que no puedes irte a El Ferrol con ese idiota al que no me puedo creer que quieras, porque si lo haces la ciudad te perseguirá y te morirás de pena.

—Pareces muy seguro de ti mismo, Daniel.

Yo, que nunca estaba seguro ni de la hora que era, asentí con la convicción del ignorante. Me quedé viéndola alejarse por aquella galería infinita hasta que su silueta se fundió en la penumbra y me pregunté qué es lo que había hecho.

15

La sombrerería Fortuny, o lo que quedaba de ella, languidecía al pie de un angosto edificio ennegrecido de hollín y de aspecto miserable en la ronda de San Antonio, junto a la plaza de Goya. Todavía podían leerse las letras grabadas sobre los cristales empañados de mugre, y un cartel en forma de bombín seguía ondeando en la fachada, prometiendo diseños a medida y las últimas novedades de París. La puerta estaba asegurada con un candado que parecía llevar allí por lo menos diez años. Pegué la frente al cristal, intentando penetrar con la mirada el interior en tinieblas.

—Si viene por lo del alquiler, llega tarde —dijo una voz a mi espalda—. El administrador de la finca ya se ha ido.

La mujer que me hablaba debía de rondar los sesenta años y vestía el uniforme nacional de viuda devota. Un par de rulos asomaban bajo un pañuelo rosa que le cubría el pelo, y las pantuflas de boatiné iban a juego con unas medias color carne de media caña. Di por sentado que era la portera del inmueble.

—¿Es que la tienda está en alquiler? —pregunté.

—¿No venía usted por eso?

—En principio no, pero nunca se sabe, a lo mejor me interesa.

La portera frunció el ceño, decidiendo si me catalogaba de cantamañanas o me concedía el beneficio de la duda. Adopté la más angelical de mis sonrisas.

—¿Hace mucho que cerró la tienda?

—Lo menos doce años, cuando se murió el viejo.

—¿El señor Fortuny? ¿Lo conocía usted?

—Llevo cuarenta y ocho años en esta escalera, mozo.

—Entonces a lo mejor conoció usted también al hijo del señor Fortuny.

—¿Julián? Pues claro.

Saqué del bolsillo la fotografía quemada y se la mostré.

—¿Cree que podría decirme si el joven que aparece en la fotografía es Julián Carax?

La portera me miró con cierta desconfianza. Tomó la fotografía en sus manos y clavó la mirada en ella.

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Ruiz

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