La vi sonreírme y se me encendieron las orejas.
—Hola, Daniel —dijo Beatriz Aguilar.
La saludé con la cabeza, mudo al haberme descubierto a mí mismo babeando sin saberlo por la hermana de mi mejor amigo, la Bea de mis temores.
—Ah, pero ¿es que vosotros ya os conocéis? —preguntó Velázquez, intrigado.
—Daniel es un viejo amigo de la familia —explicó Bea—. Y el único que ha tenido el valor de decirme alguna vez que soy una cursi y una creída.
Velázquez me miró, atónito.
—De eso hace diez años —maticé yo—. Y no lo dije en serio.
—Pues yo aún estoy esperando a que me pida disculpas.
Velázquez rió de buena gana y me tomó el paquete de las manos.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
—Me parece que yo aquí estoy de sobra —dijo, abriendo el paquete—. Ah, estupendo. Oye, Daniel, dile a tu padre que ando buscando un libro titulado Matamoros: cartas de juventud desde Ceuta, de Francisco Franco Bahamonde, con prólogo y anotaciones de Pemán.
—Délo por hecho. Le decimos algo en un par de semanas.
—Te tomo la palabra, y me voy ya pitando que me esperan treinta y dos mentes en blanco.
El profesor Velázquez me guiñó un ojo y desapareció en el interior del aula, dejándome a solas con Bea. Yo no sabía adónde mirar.
—Oye, Bea, sobre lo del insulto, de verdad que...
—Te estaba tomando el pelo, Daniel. Ya sé que aquello era cosa de críos, y Tomás ya te dio suficientes palos.
—Aún me duelen.
Bea me sonreía en lo que parecía son de paz, o al menos de tregua.
—Además, tenías razón, soy algo cursi y a veces un poco creída —dijo Bea—. Yo no te caigo muy bien, ¿verdad, Daniel?
La pregunta me pilló totalmente de sorpresa, desarmado, y asustado por lo fácil que era perderle la antipatía a quien se tiene por enemigo en cuanto deja de comportarse como tal.
—No, eso no es verdad.
—Tomás dice que, en realidad, no es que yo te caiga mal, es que no puedes tragar a mi padre y me lo haces pagar a mí, porque con él no te atreves. Y
no te culpo. Con mi padre no se atreve nadie.
Me quedé blanco, pero en unos segundos me encontré a mí mismo sonriendo y asintiendo.
—Va a resultar que Tomás me conoce mejor que yo mismo.
—No te extrañe. Mi hermano nos tiene a todos cogido el número, lo que pasa es que nunca dice nada. Pero si algún día se le ocurre abrir la boca, se van a caer las paredes. Él te aprecia mucho, ¿sabes?
Me encogí de hombros, bajando la mirada.
—Siempre habla de ti, y de tu padre y la librería y ese amigo que tenéis trabajando con vosotros, que Tomás dice que es un genio por descubrir. A veces parece que piense que vosotros sois más su verdadera familia que la que tiene en casa.
Le encontré la mirada, dura, abierta, sin miedo. No supe qué decirle y me limité a sonreír. Sentí que me acorralaba con su sinceridad y eché los ojos al patio.
—No sabía que estudiabas aquí.
—Éste es mi primer año.
—¿Letras?
—Mi padre opina que las ciencias no son para el sexo débil.