Hijos de Antonio Fortuny
Casa fundada en 1888
La noche que había regresado al Cementerio de los Libros Olvidados, Isaac me había contado que Carax usaba el apellido de su madre, no el de su padre: Fortuny. El padre de Carax tenía una sombrerería en la ronda de San Antonio. Observé de nuevo el retrato de aquella pareja y tuve la certeza de que aquel muchacho era Julián Carax, sonriéndome desde el pasado, incapaz de ver las llamas que se cerraban sobre él.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
CIUDAD DE SOMBRAS
1954
14
A la mañana siguiente, Fermín acudió a trabajar en alas de Cupido, sonriente y silbando boleros. En otras circunstancias le habría preguntado acerca de su merienda con la Bernarda, pero aquel día no tenía yo los ánimos para la lírica. Mi padre había quedado en entregar un pedido a las once de la mañana al profesor Javier Velázquez en su despacho de la facultad en plaza Universidad. A Fermín, la sola mención del académico le inspiraba urticaria, y con esa excusa me ofrecí yo a llevarle los libros.
—Ese individuo es un pedante, un crápula y un lameculos fascista —
proclamó Fermín, alzando el puño en alto al modo inequívoco de cuando le entraba el prurito justiciero—. Con el cuento de la cátedra y el examen final, ése se beneficiaba hasta la Pasionaria si se terciase.
—No se pase, Fermín. Velázquez paga muy bien, siempre por adelantado y nos recomienda a los cuatro vientos —le recordó mi padre.
—Ese es dinero manchado con la sangre de vírgenes inocentes —
protestó Fermín—. Vive Dios que yo nunca me acosté con una mujer menor de edad, y no por falta de ganas ni oportunidades; que hoy me ven ustedes en horas bajas, pero hubo el día en que tuve presencia y gallardía como el que más, y aun así, por si acaso y me daba en la nariz que eran un poco golfas, exigía la cédula de identidad o en su defecto autorización paterna por escrito para no faltarle a la ética.
Mi padre puso los ojos en blanco.
—Con usted es imposible discutir, Fermín.
—Es que si tengo razón, tengo razón.
Tomé el paquete que yo mismo había preparado la noche anterior, un par de Rilkes y un ensayo apócrifo atribuido a Ortega en torno a las tapas y la profundidad del sentir nacional, y dejé a Fermín y a mi padre entregados a su debate de usos y costumbres.
Hacía un día espléndido, con un cielo azul de bandera y una brisa limpia y fresca que olía a otoño y a mar. Mi Barcelona favorita siempre fue la de octubre, cuando le sale el alma a pasear y uno se hace más sabio con sólo beber de la fuente de Canaletas, que durante esos días, de puro milagro, no sabe ni a cloro.
Avanzaba a paso ligero, sorteando limpiabotas, chupatintas que volvían del cafetito de media mañana, vendedores de lotería y un ballet de barrenderos que parecían estar puliendo la ciudad a pincel, sin prisa y con trazo puntillista. Ya por entonces, Barcelona empezaba a llenarse de coches, y a la altura del semáforo de la calle Balmes observé apostadas en ambas aceras cuadrigas de oficinistas con gabardina gris y mirada hambrienta, comiéndose un Studebaker con los ojos como si se tratase de una cupletera en salto de cama. Subí por Balmes hasta Gran Vía, viéndomelas con semáforos, tranvías, automóviles y hasta motocicletas con sidecar. En un escaparate vi un cartel de la casa Phillips que anunciaba la llegada de un nuevo mesías, la televisión, que se decía iba a cambiarnos la vida y nos iba a transformar a todos en seres del futuro, como los americanos. Fermín Romero de Torres, que siempre estaba al tanto de todos los inventos, había profetizado ya lo que iba a suceder.
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—La televisión, amigo Daniel, es el Anticristo y le digo yo que bastarán tres o cuatro generaciones para que la gente ya no sepa ni tirarse pedos por su cuenta y el ser humano vuelva a la caverna, a la barbarie medieval, y a estados de imbecilidad que ya superó la babosa allá por el pleistoceno. Este mundo no se morirá de una bomba atomica como dicen los diarios, se morirá de risa, de banalidad, haciendo un chiste de todo, y además un chiste malo.
El profesor Velázquez tenía el despacho en el segundo piso de la Facultad de Letras, al fondo de una galería con embaldosado ajedrecístico y luz en polvo que daba al claustro sur. Encontré al profesor a la puerta de un aula, haciendo como que escuchaba a una alumna de figura espectacular que iba enfundada en un traje granate que le ceñía el talle a cuchillo y dejaba asomar unas pantorrillas helénicas relucientes en medias de seda fina. El profesor Velázquez tenía fama de donjuán y no faltaba quien dijese que la educación sentimental de toda señorita de buen nombre no estaba completa sin un proverbial fin de semana en un hotelito en el paseo de Sitges recitando alejandrinos téte-á-téte con el distinguido catedrático. Yo, con instinto comercial, me guardé mucho de interrumpir su conversación, y decidí matar el tiempo haciéndole una radiografía a la pupila aventajada. Quizá fuera la caminata a paso ligero que me había levantado el ánimo, quizá fueran mis dieciocho años y el hecho de que pasaba más tiempo entre las musas atrapadas en tomos viejos que en compañía de muchachas de carne y hueso, que siempre me parecían a años luz del fantasma de Clara Barceló, pero en aquel momento, leyendo cada pliegue en la anatomía de aquella estudiante a la que únicamente podía ver de espaldas pero que me imaginaba en tres dimensiones y perspectiva alejandrina, se me pusieron unos dientes largos como palmatorias.
—Vaya, pero si es Daniel —exclamó el profesor Velázquez—. Pues mira, menos mal que vienes tú y no el mamarracho aquel de la última vez, ese con nombre de torero, que me pareció que o iba bebido o estaba para encerrarlo y tirar la llave. Imagínate que se le ocurrió preguntarme la etimología de la palabra capullo, con un tonillo de sorna muy fuera de lugar.
—Es que el médico le tiene bajo una medicación fortísima. Algo del hígado.
—De puro torrado que va todo el día —masculló Velázquez—. Yo que vosotros llamaba a la policía. Ése seguro que tiene ficha. Y cómo le huelen los pies, rediós, que hay mucho rojo de mierda suelto por ahí que no se lava desde que cayó la República.
Me disponía a inventar alguna excusa decorosa para disculpar a Fermín cuando la estudiante que había estado conversando con el profesor Velázquez se volvió y a mí me cayó la lengua a los pies.