—Ahí los tiene usted. El señor Fortuny de joven, y ella...
—¿No tenía Julián hermanos o hermanas?
La portera se encogió de hombros, suspirando.
—Decían por ahí que ella había perdido un embarazo por una de las palizas del marido, pero yo no sé. A la gente le gusta mucho la chafardería, la Página 66 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
verdad. Una vez, Julián le contó a los críos de la escalera que tenía una hermana que sólo él podía ver, que salía de los espejos como si fuese de vapor y que vivía con el mismísimo Satanás en un palacio debajo de un lago. Mi Isabelita tuvo pesadillas para un mes entero. Mire que era morboso ese crío a veces.
Eché un vistazo a la cocina. El cristal de una pequeña ventana que daba a un patio interior estaba roto, y podía oírse el aleteo nervioso y hostil de palomas al otro lado.
—¿Todos los pisos tienen la misma distribución? —pregunté.
—Los que dan a la calle, oséase los de la segunda puerta, sí, pero éste, al ser ático, es algo diferente —explicó la portera—. Ahí tiene la cocina y un lavadero que da al tragaluz. Por ese pasillo hay tres habitaciones y al fondo un baño. Bien puestos dan mucho arreglo, no se piense. Éste es parecido al de mi Isabelita, claro que ahora parece una tumba.
—¿Sabe cuál era la habitación de Julián?
—La primera puerta es el dormitorio principal. La segunda da a una habitación más pequeña. A lo mejor ésa, digo yo.
Me adentré en el pasillo. La pintura de las paredes se deshacía en jirones.
Al fondo del corredor, la puerta del baño estaba entreabierta. Un rostro me observaba desde el espejo. Hubiera podido ser el mío o el de la hermana que vivía en los espejos de aquel piso. Intenté abrir la segunda puerta.
—Está cerrada con llave —dije.
La portera me miró, atónita.
—Esas puertas no tienen cerradura —murmuró.
—Ésta sí.
—Pues la haría poner el viejo, porque en los demás pisos...
Bajé la mirada y observé que el rastro de pisadas en el polvo llegaba hasta la puerta cerrada.
—Alguien ha entrado en la habitación —dije—. Recientemente.
—No me asuste —dijo la portera.
Me acerqué a la otra puerta. No tenía cerradura. Cedió al tacto, deslizándose hacia el interior con un gemido herrumbroso. En el centro descansaba una vieja cama de palanquín, deshecha. Las sábanas amarilleaban como sudarios. Un crucifijo presidía sobre el lecho. Había un pequeño espejo sobre una cómoda, una vasija, una jarra y una silla. Un armario entreabierto reposaba contra la pared. Rodeé la cama hasta una mesita de noche cubierta con un cristal que aprisionaba estampas de antepasados, recordatorios de funerales y billetes de lotería. Encima de la mesita había una caja de música de madera labrada y un reloj de bolsillo congelado para siempre a las cinco y veinte. Intenté dar cuerda a la caja de música, pero la melodía se trabó después de seis notas.
Abrí el cajón de la mesita de noche. Encontré un estuche de gafas vacío, un cortaúñas, un frasco de petaca y una medalla de la virgen de Lourdes. Nada más.
—Tiene que haber una llave de esa habitación en alguna parte —dije.
—La tendrá el administrador. Mire, digo yo que mejor nos vamos y...
Me cayeron los ojos a la caja de música. Levanté la tapa y allí, bloqueando el mecanismo, encontré una llave dorada. La tomé, y la caja de música reemprendió su tintineo. Reconocí una melodía de Ravel.
—Ésta tiene que ser la llave —sonreí a la portera.
—Oiga, si el cuarto estaba cerrado, sería por algo. Aunque sólo sea por respeto a la memoria de...
—Si lo prefiere, puede usted esperarme en la portería, doña Aurora.
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