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sombra

del

viento

—Es usted un demonio. Ande, ábrala de una vez.

16

Un vahído de aire frío silbó por el orificio de la cerradura, lamiéndome los dedos mientras insertaba la llave. El señor Fortuny había hecho instalar un cerrojo en la puerta de la habitación desocupada de su hijo que hacía tres del que tenía en la puerta del piso. Doña Aurora me miraba con aprensión, como si estuviésemos a punto de abrir la caja de Pandora.

—¿Da esta habitación a la fachada de la calle? —pregunté.

La portera negó.

—Tiene una ventana pequeña, un respiradero que da al tragaluz.

Empujé la puerta hacia el interior. Un pozo de oscuridad se abrió ante nosotros, impenetrable. La tenue claridad a nuestras espaldas nos precedió como un aliento que apenas conseguía arañar las sombras. La ventana que se asomaba al patio estaba cubierta con las páginas amarillentas de un periódico. Arranqué las hojas de diario y una aguja de luz vaporosa taladró la tiniebla.

—Jesús, María y José —murmuró la portera junto a mí.

La habitación estaba infestada de crucifijos. Pendían de la techumbre, ondeando del extremo de cordeles, y cubrían las paredes fijados con clavos. Se contaban por decenas. Podían intuirse en los rincones, grabados a cuchillo en los muebles de madera, arañados en las baldosas, pintados en rojo sobre los espejos.

Las pisadas que llegaban hasta el umbral de la puerta trazaban un rastro en el polvo en torno a una cama desnuda hasta el somier, apenas ya un esqueleto de alambre y madera carcomida. En un extremo de la alcoba, bajo la ventana del tragaluz, había un escritorio de consola cerrado y coronado por un trío de crucifijos de metal. Lo abrí cuidadosamente. No había polvo en las junturas del fuelle de madera, con lo que supuse que el escritorio había sido abierto no hacía mucho. El escritorio tenía seis cajones. Los cierres habían sido forzados. Los inspeccioné uno a uno. Vacíos.

Me arrodillé frente al escritorio. Palpé con los dedos los arañazos en la madera. Imaginé las manos de Julián Carax trazando aquellos garabatos, jeroglíficos cuyo sentido se había llevado el tiempo. En el fondo del escritorio se adivinaba una pila de cuadernos y una vasija con lápices y plumas. Tomé uno de los cuadernos y lo ojeé. Dibujos y palabras sueltas. Ejercicios de cálculo. Frases sueltas, citas de libros. Versos inacabados. Todos los cuadernos parecían iguales.

Algunos dibujos se repetían página tras página, con diferentes matices. Me llamó la atención la figura de un hombre que parecía hecho de llamas. Otra describía lo que hubiera podido ser un ángel o un reptil enroscado en una cruz. Se adivinaban esbozos de un caserón de aspecto extravagante, tramado de torreones y arcos catedralicios. El trazo mostraba seguridad y cierto instinto. El joven Carax mostraba las trazas de un dibujante de cierto talento, pero todas las imágenes se quedaban en esbozos.

Estaba por devolver el último cuaderno a su lugar sin inspeccionarlo cuando algo se deslizó de entre sus páginas y cayó a mis pies. Era una fotografía en la que reconocí a la misma muchacha que aparecía en la imagen quemada tomada al pie de aquel edificio. La chica posaba en un suntuoso jardín y, entre las copas de los árboles, se adivinaba la forma. de la casa que acababa de ver esbozada en los dibujos de adolescente de Carax. La reconocí al instante. La torre de «El Frare Blanc», en la avenida del Tibidabo. Al dorso de la fotografía venía una inscripción que decía simplemente: Página 68 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Te quiere, Penélope

Me la guardé en el bolsillo, cerré el escritorio y sonreí a la portera.

—¿Visto? —preguntó, ansiosa por salir de aquel lugar.

—Casi —dije—. Antes me dijo usted que al poco de marchar Julián a París llegó una carta para él, pero su padre le dijo que la tirase...

La portera dudó un instante, luego asintió.

—La carta la puse yo en el cajón de la cómoda del recibidor, por si la francesa volvía algún día. Ahí estará todavía...

Nos acercamos hasta la cómoda y abrimos el cajón superior. Un sobre ocre languidecía entre una colección de relojes parados, botones y monedas que habían dejado de estar en curso veinte años atrás. Cogí el sobre y lo examiné.

—¿La leyó usted?

—Oiga, ¿por quién me toma?

—No se ofenda. Sería lo más normal dadas las circunstancias, al pensar usted que el pobre Julián estaba difunto...

La portera se encogió de hombros, bajando la mirada y retirándose hacia la puerta. Aproveché el momento para guardarme la carta en el bolsillo interior de la chaqueta y cerrar el cajón.

—Mire, no se vaya usted a hacer una idea equivocada —dijo la portera.

—Pues claro que no. ¿Qué decía la carta?

—Era de amor. Como las de la radio, pero más triste, eso sí, porque aquélla sonaba a que era de verdad. Mire que al leerla me entraron ganas de llorar.

—Es usted toda corazón, doña Aurora.

—Y usted es un demonio.

Aquella misma tarde, después de despedirme de doña Aurora y prometerle que la mantendría informada acerca de mis pesquisas sobre Julián Carax, me acerqué al despacho del administrador de la finca. El señor Molins había visto mejores tiempos y ahora languidecía en un despacho cochambroso sepultado en un entresuelo de la calle Floridablanca. Molins era un individuo risueño y orondo aferrado a un puro a medio fumar que parecía crecerle del bigote. Era difícil determinar si estaba dormido o despierto, porque respiraba como quien ronca.

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