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—Es como la marea, ¿sabe usted? —decía, ido—. La barbarie, digo. Se va y uno se cree a salvo, pero siempre vuelve, siempre vuelve... y nos ahoga.

Yo lo veo todos los días en el instituto. Válgame Dios. Simios es lo que llegan a las aulas. Darwin era un soñador, se lo aseguro. Ni evolución ni niño muerto.

Por cada uno que razona, tengo que lidiar con nueve orangutanes.

Nos limitamos a asentir dócilmente. El catedrático se despidió con un saludo y partió, cabizbajo y cinco años más viejo de lo que había entrado. Mi padre suspiró. Nos miramos brevemente, sin saber qué decir. Me pregunté si debía referirle la visita del inspector Fumero a la librería. Esto ha sido un aviso, pensaba yo. Una advertencia. Fumero había utilizado al pobre don Federico de telegrama

—¿Te ocurre algo, Daniel? Estás blanco.

Suspiré y bajé la mirada. Procedí a relatarle el incidente con el inspector Fumero la otra noche, sus insinuaciones. Mi padre me escuchaba, tragándose la furia que le ardía en los ojos.

—Es culpa mía —dije—. Tenía que haber dicho algo...

Mi padre negó.

—No. No podías saberlo, Daniel.

—Pero...

—Ni se te ocurra pensarlo. Y a Fermín, ni una palabra. Sabe Dios cómo iba a reaccionar si supiera que ese individuo anda de nuevo tras él.

—Pero algo tendremos que hacer.

—Procurar que no se meta en líos.

Asentí, no muy convencido, y me dispuse a continuar la labor que había empezado Fermín mientras mi padre volvía a su correspondencia. Entre Página 90 de 288

Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

párrafo y párrafo, mi padre me lanzaba alguna mirada de soslayo. Fingí no darme cuenta.

—¿Qué tal con el profesor Velázquez ayer, todo bien? —preguntó, deseoso de cambiar de tema.

—Sí. Quedó contento con los libros. Me comentó que anda buscando un libro de cartas de Franco.

—El Matamoros. Pero si es apócrifo... un chiste de Madariaga. ¿Qué le dijiste?

—Que ya estábamos en ello y le decíamos algo en dos semanas máximo.

—Bien hecho. Pondremos a Fermín en el asunto y se lo cobraremos a precio de oro.

Asentí. Seguimos con la aparente rutina. Mi padre seguía mirándome.

Ahí viene, pensé.

—Ayer se pasó por aquí una chica muy simpática. ¿Dice Fermín que es la hermana de Tomás Aguilar?

—Sí.

Mi padre asintió, ponderando la casualidad con gesto de mira-tú-por-dónde. Me concedió un minuto de tregua antes de volver al ataque, esta vez con aire de acordarse de repente de algo.

—Oye, por cierto, Daniel: hoy vamos a tener un día muy ligero y digo yo que a lo mejor te apetece tomártelo para ti y tus cosas. Además, últimamente me parece que trabajas demasiado.

—Estoy bien, gracias.

—Mira que hasta estaba pensando en dejar aquí a Fermín e irme al Liceo con Barceló. Esta tarde ponen Tannhäuser y me ha invitado, porque él tiene varias butacas de platea.

Mi padre hacía como que leía la correspondencia. Era un pésimo actor.

—¿Y a ti desde cuándo te gusta Wagner?

Se encogió de hombros.

—A caballo regalado... Además con Barceló da lo mismo la ópera que pongan, porque él se pasa toda la representación comentando la jugada y criticando el vestuario y el tempo. Me pregunta mucho por ti. A ver si vas a verle un día a la tienda.

—Un día de éstos.

—Entonces, si te parece hoy dejamos a Fermín al mando y nosotros nos vamos a divertir un rato, que ya toca. Y si necesitas algo de dinero...

—Papá, Bea no es mi novia.

—¿Y quién habla de novias? Lo dicho. Tú mismo. Si necesitas, coge de la caja, pero deja una nota para que luego Fermín no se asuste al cerrar el día.

Dicho esto, se hizo el despistado y se perdió por la trastienda con una sonrisa de oreja a oreja. Consulté el reloj. Eran las diez y media de la mañana.

Había quedado con Bea en el claustro de la universidad a las cinco y, muy a mi pesar, el día amenazaba con hacérseme más largo que Los hermanos Karamazov.

Al poco regresó Fermín del domicilio del relojero y nos informó de que un comando de vecinas había montado una guardia permanente para atender al pobre don Federico, al que el doctor le había encontrado tres costillas rotas, contusiones múltiples y un desgarro rectal de libro de texto.

—¿Ha hecho falta comprar algo? —preguntó mi padre.

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Ruiz

Are sens