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Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—Me entretuve por el camino. ¿Y mi padre?

—Como usted no venía, marchó él a hacer el resto de las entregas. Me encargó que le dijese a usted que esta tarde se iba a Tiana a valorar la biblioteca privada de una viuda. Su padre es de los que las mata callando. Dijo que no le esperase usted para cerrar.

—¿Estaba enfadado?

Fermín negó, descendiendo de la escalera con agilidad felina.

—Qué va. Si su padre es un santo. Además estaba muy contento al ver que se ha echado usted novia.

—¿Qué?

Fermín me guiñó un ojo, relamiéndose.

—Ay, granujilla, qué callado se lo tenía usted. Y qué niña, oiga, para cortar el tráfico. De un fino que de qué. Se conoce que ha ido a buenos colegios, aunque tenía un vicio en la mirada... Mire, si no tuviese yo el corazón robado con la Bernarda, porque no le he contado a usted todavía lo de nuestra merienda...

chispas salían, oiga, chispas, que parecía la noche de San Juan...

—Fermín —le corté—. ¿De qué demonios está usted hablando?

—De su novia.

—Yo no tengo novia, Fermín.

—Bueno, ahora ustedes los jóvenes a eso lo llaman cualquier cosa,

«güirlifrend» o...

—Fermín, rebobine. ¿De qué está hablando?

Fermín Romero de Torres me miró desconcertado, juntando los dedos de una mano y gesticulando al uso siciliano. A ver. Esta tarde, hará cosa de una hora u hora y media, una señorita de bandera pasó por aquí y preguntó por usted. Su padre de usted y servidor estábamos de cuerpo presente y le puedo asegurar sin lugar a dudas que la muchacha no tenía las pintas de ser un aparecido. Le podría describir a usted hasta el olor. A lavanda, pero más dulce. Como un bollito recién hecho.

—¿Dijo acaso el bollito que era mi novia?

—Así, con todas las palabras no, pero sonrió como de refilón, ya sabe usted, y dijo que le esperaba el viernes por la tarde. Nosotros nos limitamos a sumar dos y dos.

—Bea... —murmuré yo.

—Ergo, existe —apuntó Fermín, aliviado.

—Sí, pero no es mi novia —dije.

—Pues no sé a qué está usted esperando.

—Es la hermana de Tomás Aguilar.

—¿Su amigo el inventor?

Asentí.

—Razón de más. Ni que fuese la hermana de Gil Robles, óigame; porque está buenísima. Yo, en su lugar, estaría a la que salta.

—Bea ya tiene novio. Un alférez que está haciendo el servicio.

Fermín suspiró, irritado.

—Ah, el ejército, lacra y reducto tribal del gremialismo simiesco. Mejor, porque así puede usted ponerle la cornamenta sin remordimientos.

—Delira usted, Fermín. Bea se va a casar cuando el alférez termine el servicio.

Fermín me sonrió, ladino.

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Carlos

Ruiz

Are sens

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