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—¿Seguro que no pasa nada, Daniel? ¿Sólo un mal día?

Asentí de nuevo, sonriendo.

—No pasa nada, don Federico. Cuídese.

—Tú también, Daniel.

Al llegar a casa encontré a mi padre dormido en el sofá con el periódico sobre el pecho. Dejé el despertador sobre la mesa con una nota que decía «de parte de don Federico: que tires el viejo», y me deslicé sigilosamente hasta mi habitación. Me tendí en la cama en la penumbra y me quedé dormido pensando en el inspector, en Fermín y en el relojero. Cuando me desperté eran ya las dos de la mañana. Me asomé al pasillo y vi que mi padre se había retirado a su habitación con el nuevo despertador. El piso estaba en tinieblas y el mundo me parecía un lugar mas oscuro y siniestro de lo que se me había antojado la noche anterior. Comprendí que, en el fondo, nunca había llegado a creer que el inspector Fumero fuese real. Ahora me parecía uno entre mil. Fui a la cocina y me serví un vaso de leche fría. Me pregunté si Fermín estaría bien, sano y salvo en su pensión.

De vuelta a mi habitación intenté apartar del pensamiento la imagen del policía. Intenté conciliar de nuevo el sueño, pero comprendí que se me había escapado el tren. Encendí la luz y decidí examinar el sobre dirigido a Julián Carax que le había sustraído a doña Aurora aquella mañana y que todavía llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo dispuse sobre mi escritorio bajo el haz del flexo. Era un sobre apergaminado, de bordes serrados que amarilleaban y tacto arcilloso. El matasellos, apenas una sombra, decía «18 de octubre de 1919». El sello de lacre se había desprendido, probablemente merced a los buenos oficios de doña Aurora. En su lugar quedaba una mancha rojiza como un roce de carmín que besaba el cierre sobre el que podía leerse el remite: Penélope Aldaya

Avenida del Tibidabo, 32, Barcelona

Abrí el sobre y extraje la carta, una lámina de color ocre nítidamente doblada por la mitad. Un trazo de tinta azul se deslizaba con aliento nervioso, desvaneciéndose paulatinamente y volviendo a cobrar intensidad cada pocas palabras. Todo en aquella hoja hablaba de otro tiempo; el trazo esclavo del tintero, las palabras arañadas sobre el papel grueso por el filo de la plumilla, el tacto rugoso del papel. Alisé la carta sobre el mostrador y la leí, casi sin aliento.

Querido Julián:

Esta mañana me he enterado por Jorge de que realmente dejasteBarcelona y te fuiste en busca de tus sueños. Siempre temí que esossueños no te iban a dejar nunca ser mío, ni de nadie. Me hubiera gustadoverte una última vez, poder mirarte a los ojos y decirte cosas que no sécontarle a una carta. Nada salió como lo habíamos planeado. Te conozcodemasiado y sé que no me escribirás, que ni siquiera me enviarás tu Página 80 de 288

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dirección, que querrás ser otro. Sé que me odiarás por no haber estado allícomo te prometí. Que creerás que te fallé. Que no tuve valor.

Tantas veces te he imaginado, solo en aquel tren, convencido de quete había traicionado. Muchas veces intenté encontrarte a través de Miquel,pero él me dijo que ya no querías saber nada de mí. ¿Qué mentiras lecontaron, Julián? ¿Qué te dijeron de mí? ¿Por qué les creíste?

Ahora ya sé que te he perdido, que lo he perdido lodo. Y aun así nopuedo dejar que te vayas para siempre y me olvides sin que sepas que no teguardo rencor, que yo lo sabía desde el principio, que sabía que te iba aperder y que tú nunca ibas a ver en mí lo que yo en ti. Quiero que sepas quete quise desde el primer día y que te sigo queriendo, ahora más que nunca,aunque te pese.

Te escribo a escondidas, sin que nadie lo sepa. Jorge ha jurado que sivuelve a verte te matará. No me dejan ya salir de casa, ni asomarme a laventana. No creo que me perdonen nunca. Alguien de confianza me haprometido que te enviará esta carta. No menciono su nombre para nocomprometerle. No sé si te llegarán mis palabras. Pero si así fuera ydecidieses volver por mí, aquí encontrarás el modo de hacerlo. Mientrasescribo, te imagino en aquel tren, cargado de sueños y con el alma rota detraición, huyendo de todos nosotros y de ti mismo. Hay tantas cosas que nopuedo contarte, Julián. Cosas que nunca supimos y que es mejor que nosepas nunca.

No deseo nada más en el mundo que seas feliz, Julián, que todo a loque aspiras se haga realidad y que, aunque me olvides con el tiempo, algúndía llegues a comprender lo mucho que te quise.

Siempre,

Penélope.

17

Las palabras de Penélope Aldaya, que leí y releí aquella noche hasta aprendérmelas de memoria, borraron de un plumazo el mal sabor que me había dejado la visita del inspector Fumero. Tras pasar la noche en vela, absorto en aquella carta y en la voz que intuía en ella, salí de casa con la madrugada. Me vestí en silencio y le dejé a mi padre una nota sobre la cómoda del recibidor, diciéndole que tenía que hacer algunos recados y que estaría de vuelta en la librería a las nueve y media. Al asomarme al portal, las calles languidecían ocultas todavía bajo un manto azulado que lamía las sombras y los charcos que la llovizna había sembrado durante la noche. Me abroché el chaquetón hasta el cuello y me encaminé a paso ligero rumbo a la plaza de Cataluña. Las escaleras del metro exhalaban un lienzo de vapor tibio que ardía en luz de cobre. En las taquillas de los ferrocarriles catalanes compré un billete de tercera clase hasta la estación de Tibidabo. Hice el trayecto en un vagón, poblado de ordenanzas, criadas y jornaleros portando bocadillos del tamaño de un ladrillo envueltos en hojas de periódico. Me refugié en la negrura de los túneles y apoyé la cabeza en la ventana, entrecerrando los ojos mientras el tren recorría las entrañas de la ciudad hasta los pies del Tibidabo. Al emerger de nuevo a la calle me pareció redescubrir otra Barcelona. Estaba amaneciendo y un filo de púrpura rasgaba las nubes y salpicaba las fachadas de los palacetes y caserones señoriales que Página 81 de 288

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flanqueaban la avenida del Tibidabo. El tranvía azul reptaba perezosamente entre neblinas. Corrí tras él y conseguí auparme en la plataforma trasera bajo la mirada severa del revisor. La cabina de madera estaba casi vacía. Un par de frailes y una dama enlutada de piel cenicienta se mecían adormecidos al vaivén del carruaje de caballos invisibles.

—Sólo voy hasta el número treinta y dos —le dije al revisor, ofreciendo mi mejor sonrisa.

—Pues como si va hasta Finisterre —replicó, indiferente—. Aquí han pagado billete hasta los soldados de Cristo. O apoquina, o camina. Y el pareado no se lo cobro.

El dúo de frailes, que calzaba sandalias v un manto de saco marrón de austeridad franciscana, asintió, mostrando sendos billetes rosa a título de prueba.

—Pues entonces me bajo —dije—. Porque no llevo suelto.

—Como guste. Pero espere a la próxima parada, que yo no quiero accidentes.

El tranvía ascendía casi a ritmo de paseo, acariciando la sombra de la arboleda y oteando sobre los muros y jardines de mansiones con alma de castillo que yo imaginaba pobladas de estatuas, fuentes, caballerizas y capillas secretas.

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