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—¿Y si nos pone dos de bravas? —dije—. Y algo de pan también, por favor.

—Ora mimo, caballero. Y utede perdonen la caretía de género.

Normalmente tengo de to, hasta caviar borxevique. Pero esta tarde ha sío la semifinar de la Copa Europa y hemo tenío muchísimo personal. Qué partidaso.

El encargado partió con gesto ceremonioso. Bea lo observaba, divertida.

—¿De dónde es ese acento? ¿Jaén?

—Santa Coloma de Gramanet —precisé—. Tú coges poco el metro,

¿verdad?

—Mi padre dice que el metro va lleno de gentuza y que, si vas sola, te meten mano los gitanos.

Iba a decir algo, pero me callé. Bea rió. Tan pronto llegaron los cafés y la comida me lancé a dar cuenta de todo ello sin pretensiones de delicadeza.

Bea no probó bocado. Con ambas manos en torno al tazón humeante me observaba con una media sonrisa, entre la curiosidad y el asombro.

—Y entonces, ¿qué es lo que me vas a enseñar hoy que no he visto todavía?

—Varias cosas. De hecho, lo que te voy a enseñar forma parte de una historia. ¿No me dijiste el otro día que a ti lo que te gustaba era leer?

Bea asintió, arqueando las cejas.

—Pues bien, ésta es una historia de libros.

—¿De libros?

—De libros malditos, del hombre que los escribió, de un personaje que se escapó de las páginas de una novela para quemarla, de una traición y de una amistad perdida. Es una historia de amor, de odio y de los sueños que viven en la sombra del viento.

—Hablas como la solapa de una novela de a duro, Daniel.

—Será porque trabajo en una librería y he visto demasiadas. Pero ésta es una historia real. Tan cierta como que este pan que nos han servido tiene por lo menos tres días. Y como todas las historias reales empieza y acaba en un cementerio, aunque no la clase de cementerio que te imaginas.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Sonrió como lo hacen los niños a los que se les promete un acertijo o un truco de magia.

—Soy toda oídos.

Apuré el último sorbo de café y la contemplé en silencio unos instantes.

Pensé en lo mucho que deseaba refugiarme en aquella mirada huidiza que se temía transparente, vacía. Pensé en la soledad que iba a asaltarme aquella noche cuando me despidiese de ella, sin más trucos ni historias con que engañar su compañía. Pensé en lo poco que tenía que ofrecerle y en lo mucho que quería recibir de ella.

—Te crujen los sesos, Daniel —dijo—. ¿Qué tramas?

Inicié mi relato con aquella alba lejana en que desperté sin poder recordar el rostro de mi madre y no me detuve hasta recordar el mundo de penumbras que había intuido aquella misma mañana en casa de Nuria Monfort. Bea me escuchaba en silencio con una atención que no revelaba juicio o presunción. Le hablé de mi primera visita al Cementerio de los Libros Olvidados y de la noche que pasé leyendo La Sombra del Viento. Le hablé de mi encuentro con el hombre sin rostro y de aquella carta firmada por Penélope Aldaya que llevaba siempre conmigo sin saber por qué. Le hablé de cómo nunca había llegado a besar a Clara Barceló, ni a nadie, y de cómo me habían temblado las manos al sentir el roce de los labios de Nuria Monfort en la piel apenas unas horas atrás. Le hablé de cómo hasta aquel momento no había comprendido que aquélla era una historia de gente sola, de ausencias y de pérdida, y que por esa razón me había refugiado en ella hasta confundirla con mi propia vida, como quien escapa a través de las páginas de una novela porque aquellos a quien necesita amar son sólo sombras que viven en el alma de un extraño.

—No digas nada —murmuró Bea—. Sólo llévame a ese lugar.

Era ya noche cerrada cuando nos detuvimos frente al portón del Cementerio de los Libros Olvidados en las sombras de la calle Arco del Teatro. Así el picaporte del diablillo y golpeé tres veces. Soplaba un viento frío impregnado de olor a carbón. Nos resguardamos bajo el arco de la entrada mientras esperábamos.

Encontré la mirada de Bea a apenas unos centímetros de la mía. Sonreía. Al poco se escucharon unos pasos leves acercándose al portón y nos llegó la voz cansina del guardián.

—¿Quién va? —preguntó Isaac.

—Soy Daniel Sempere, Isaac.

Me pareció oírle maldecir por lo bajo. Siguieron los mil crujidos y quejidos del cerrojo kafkiano. Finalmente, la puerta cedió unos centímetros, desvelando el rostro aguileño de Isaac Monfort a la lumbre de un candil. Al verme, el guardián suspiró y puso los ojos en blanco.

—Yo, también, no sé por qué pregunto —dijo—. ¿Quién más podría ser a estas horas?

Isaac iba enfundado en lo que me pareció un extraño mestizaje de bata, albornoz y abrigo del ejército ruso. Las pantuflas acolchadas combinaban a la perfección con una gorra de lana a cuadros, con borla y birrete.

—Espero no haberle sacado de la cama —dije.

—Qué va. Apenas había empezado a decir el Jesusito de mi vida.

Le lanzó una mirada a Bea como si acabase de ver un fajo de cartuchos de dinamita encendido a sus pies.

—Espero por su bien que esto no sea lo que parece —amenazó.

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Ruiz

Zafón

La

sombra

Are sens