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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

a pan fresco y a café que invitaba al optimismo. Al cabo de un rato nuestra vecina la Merceditas, que venía de hacer la compra en el mercado de la Boquería, se detuvo frente al escaparate y se asomó por la puerta.

—Buenas, señor Sempere —canturreó.

Mi padre le sonrió, sonrojado. A mí me daba la impresión de que la Merceditas le gustaba, pero su ética de cartujo le confería un silencio inquebrantable. Fermín la miraba de refilón, relamiéndose y siguiendo el suave balanceo de caderas como si acabase de entrar un brazo de gitano por la puerta. La Merceditas abrió una bolsa de papel y nos obsequió con tres manzanas relucientes. Me imaginé que aún le rondaba por la cabeza la idea de trabajar en la librería y hacía pocos esfuerzos por ocultar la antipatía que parecía inspirarle Fermín, el usurpador.

—Mire qué majas. Las he visto y me he dicho: éstas para los señores Sempere —dijo con tono melindroso—. Que yo sé que a ustedes los intelectuales las manzanas les gustan, como a Isaac Peral.

—Isaac Newton, capullito de alelí —precisó Fermín, solícito.

La Merceditas le lanzó una mirada asesina.

—Ya salió el listo. Pues agradezca usted que le haya traído también una, y no un pomelo que es lo que merece.

—Pero mujer, si para mí la ofrenda que sus manos núbiles me hacen de ésta, la fruta del pecado original, me inflama el cañamazo de...

—Fermín, haga el favor —atajó mi padre.

—Sí, señor Sempere —acató Fermín, batiéndose en retirada.

Estaba la Merceditas por replicarle a Fermín cuando se oyó un revuelo.

Nos quedamos todos en silencio, expectantes. En la calle se alzaban voces de indignación y se desataba una algarabía de murmuraciones. La Merceditas se asomó a la puerta, prudente. Vimos pasar a varios comerciantes azorados, negando por lo bajo. No tardó en presentarse don Anacleto Olmo, vecino del inmueble y portavoz oficioso de la Real Academia de la Lengua en la escalera.

Don Anacleto era catedrático de instituto, licenciado en Literatura Española y Humanidades varias, y compartía el segundo primera con siete gatos. En los ratos que le dejaba libre la docencia hacía doblete como redactor de textos de contraportada para una editorial de prestigio y, se rumoreaba, componía versos de erótica crepuscular que publicaba con el seudónimo de Rodolfo Pitón. En el trato personal, don Anacleto era un hombre afable y encantador, pero en público se sentía obligado a representar el papel de rapsoda y afectaba unos hablares que le habían granjeado el mote del Gongorino.

Aquella mañana, el catedrático traía el rostro púrpura de congoja, y casi le temblaban las manos con que sostenía su bastón de marfil. Le miramos los cuatro, intrigados.

—Don Anacleto, ¿qué pasa? —preguntó mi padre.

—Franco ha muerto, diga que sí —apuntó Fermín, esperanzado.

—Usted calle, animal —cortó la Merceditas—. Y deje hablar al señor doctor.

Don Anacleto respiró hondo y, recuperando la compostura, pasó a referirnos el parte de acontecimientos con su acostumbrada majestuosidad.

—Amigos, la vida es drama y hasta las más nobles criaturas del señor saborean las hieles de un destino caprichoso y contumaz. Ayer noche, de madrugada, mientras la ciudad dormía ese sueño tan merecido de los pueblos laboriosos, don Federico Flaviá i Pujades, estimado vecino que tanto ha Página 86 de 288

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contribuido al enriquecimiento y solaz de esta barriada en su rol de relojero desde su establecimiento sito a apenas tres puertas de ésta, su librería, fue arrestado por las fuerzas de seguridad del Estado.

Sentí que se me caía el alma a los pies.

—Jesús, María y José —apostilló la Merceditas.

Fermín resopló, decepcionado, pues a la vista estaba que el jefe del Estado seguía gozando de excelente salud. Don Anacleto, ya embalado, tomó aire y se dispuso a continuar.

—Al parecer, y a fe del relato fidedigno que me ha sido revelado por fuentes próximas a la Dirección General de Policía, dos condecorados miembros de la Brigada Criminal de incógnito sorprendieron a don Federico poco después de la medianoche de ayer ataviado de mujerona y entonando cuplés de letra picante en el escenario de un tugurio de la calle Escudillers, para mayor beneficio de una audiencia presuntamente compuesta por débiles mentales. Estas criaturas olvidadas de Dios, fugadas la misma tarde del Cotolengo de una orden religiosa, se habían bajado los pantalones en el frenesí del espectáculo y bailoteaban sin decoro dando palmas con la umbría enhiesta y los morros babeantes.

La Merceditas se santiguó, sobrecogida por el giro escabroso que adquirían los hechos.

—Las madres de algunos de los pobres inocentes, al ser informadas del latrocinio, presentaron denuncia por escándalo público y atentado a la moral más elemental. La prensa, ave rapaz que medra en la desgracia y el oprobio, no tardó en olfatear la carnaza y, merced a las argucias de un soplón profesional, no habían transcurrido ni cuarenta minutos de la llegada a la escena de los dos miembros de la autoridad cuando se personó en dicho local Kiko Calabuig, reportero as del diario El Caso, más conocido como remenamerda, dispuesto a cubrir los hechos que fueren menester para que su crónica negra llegase antes del cierre de la edición de hoy donde, huelga decirlo, se califica con chabacanería amarillista el espectáculo habido en el local de dantesco y escalofriante en titulares del cuerpo veinticuatro.

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