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—Lo dejo a su elección. El número de estocadas o las vueltas al ruedo.

—No estoy de humor, Fermín.

—Juventud, flor de la papanatería. En fin, conmigo no se pique que tengo noticias frescas de nuestra investigación sobre su amigo Julián Carax.

—Soy todo oídos.

Me lanzó su mirada de intriga internacional; una ceja enarcada, la otra alerta.

—Pues resulta que ayer, tras dejar a la Bernarda de vuelta en su casa con la virtud intacta pero un par de buenos moretones en las nalgas, me acometió un arrebato de insomnio por aquello de la trempera vespertina, circunstancia que aproveché para acercarme a uno de los centros informativos del inframundo barcelonés, verbigracia la taberna de Eliodoro Salfumán, alias Pichafreda, sita en un local insalubre pero de mucho colorido en la calle de Sant Jeroni, orgullo y alma del Raval.

—Abrevie, Fermín, por el amor de Dios.

—A ello iba. El caso es que una vez allí, congraciándome con algunos de los habituales, viejos compañeros de fatigas, procedí a indagar en torno al tal Miquel Moliner, marido de su Mata Hari Nuria Monfort y supuesto interno en los hoteles penitenciarios del municipio.

—¿Supuesto?

—Y nunca mejor dicho, porque valga decir que en este caso del participio al hecho no hay trecho alguno. Me consta por experiencia que por lo que hace al censo y recuento de la población presidiaria, mis informantes en el tabernáculo del Pichafreda cotizan más fiabilidad que los chupasangres del Palacio de justicia, y puedo certificarle, amigo Daniel, que nadie ha oído hablar de un tal Miquel Moliner en calidad de preso, visitante o ser viviente en las cárceles de Barcelona por lo menos en diez años.

—Quizá esté preso en otro penal.

—Alcatraz, Sing-Sing o la Bastilla. Daniel, esa mujer le mintió.

—Supongo que sí.

—No suponga, acepte.

—¿Y ahora qué? Miquel Moliner es una pista muerta.

—O esa Nuria es muy viva.

—¿Qué sugiere usted?

—De momento explorar otras vías. No estaría de más visitar a la viejecilla esa, el aya buena del cuento que nos endilgó el mosén ayer por la mañana.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—No me diga que sospecha usted que el aya también ha desaparecido.

—No, pero me parece que va siendo hora de que nos dejemos de remilgos y de picar al portal como si pidiésemos limosna. En este asunto hay que entrar por la puerta de atrás. ¿Está usted conmigo?

—Fermín, lo que usted diga va a misa.

—Pues vaya desempolvando el disfraz de monaguillo, que esta tarde tan pronto cerremos le vamos a hacer una visita de misericordia a la vieja al asilo de Santa Lucía. Y ahora, cuente, ¿cómo fue ayer todo con esa potrilla? No me sea hermético, que lo que no me cuente le saldrá en forma de granos de pus.

Suspiré, vencido, y me vacié de confesiones sin dejar pelos ni señales.

Al término de mi relato y del recuento de mis angustias existenciales de colegial retardado, Fermín me sorprendió con un abrazo repentino y sentido.

—Está usted enamorado —murmuró emocionado, palmeándome la espalda—. Pobrecillo.

Aquella tarde salimos de la librería a la hora en punto, lo que bastó para granjearnos una mirada acerada por parte de mi padre, que empezaba a sospechar que nos llevábamos algo turbio entre manos con tanto ir y venir.

Fermín farfulló algunas incoherencias sobre unos recados pendientes y nos escurrimos por el foro con celeridad. Supuse que tarde o temprano tendría que desvelar parte de todo aquel embrollo a mi padre; qué parte exactamente, era harina de otro costal.

De camino, con su habitual duende para el folclore folletinesco, Fermín me puso en antecedentes sobre el escenario al que nos dirigíamos. El asilo de Santa Lucía era una institución de reputación fantasmal que languidecía en las entrañas de un antiguo palacio en ruinas ubicado en la calle Moncada. La leyenda que lo envolvía dibujaba un perfil a medio camino entre un purgatorio y una morgue en abismales condiciones sanitarias. Su historia era, cuando menos, peculiar. Desde el siglo XI había albergado entre otras cosas varias residencias de familias de buen asiento, una cárcel, un salón de cortesanas, una biblioteca de códices prohibidos, un cuartel, un taller de escultura, un sanatorio de apestados y un convento. A mediados del siglo XIX, prácticamente cayéndose a trozos, el palacio había sido convertido en un museo de deformidades y atrocidades circenses por un extravagante empresario que se hacía llamar Laszlo de Vicherny, duque de Parma y alquimista privado de la casa de Borbón, pero cuyo verdadero nombre resultó ser Baltasar Deulofeu i Carallot, natural de Esparraguera, gigoló y embaucador profesional.

El susodicho se enorgullecía de contar con la más extensa colección de fetos humanoides en diferentes fases de deformación preservados en frascos de formol, por no hablar de la todavía más amplia colección de órdenes de captura expedidas por las policías de media Europa y América. Entre otras atracciones, el Tenebrarium (pues así había rebautizado Deulofeu a su creación) ofrecía sesiones de espiritismo, necromancia, peleas de gallos, ratas, perros, mujeronas, impedidos, o mixtas, sin descartar las apuestas, un prostíbulo especializado en tullidos y fenómenos, un casino, una asesoría legal y financiera, un taller de filtros de amor, un escenario para espectáculos de folclore regional, funciones de títeres y desfiles de bailarinas exóticas. Por Navidad escenificaban una función de Los Pastorets con el elenco del museo y el putiferio, cuya fama había llegado hasta los confines de la provincia.

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