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La

sombra

del

viento

útiles. Fermín pareció leerme tan profundos pensamientos y asintió con gravedad.

—La madre naturaleza es una grandísima furcia, ésa es la triste realidad

—dijo—. Valor y al toro.

Mi primera ronda de interrogatorios no me granjeó más que miradas vacías, gemidos, eructos y desvaríos por parte de todos los sujetos a quienes cuestioné sobre el paradero de Jacinta Coronado. Quince minutos más tarde replegué velas y me reuní con Fermín para ver si él había tenido más suerte. El desaliento le desbordaba.

—¿Cómo vamos a encontrar a Jacinta Coronado en este agujero?

—No sé. Esto es una olla de tarados. He intentado lo de los Sugus, pero los toman por supositorios.

—¿Y si preguntamos a sor Hortensia? Le decimos la verdad y ya está.

—La verdad sólo se dice como último recurso, Daniel, y más a una monja.

Antes agotemos los cartuchos. Mire ese corrillo de ahí, que parece muy animado.

Seguro que saben latín. Vaya e interróguelos.

—¿Y usted qué piensa hacer?

—Yo vigilaré la retaguardia por si vuelve el pingüino. Usted a lo suyo.

Con poca o ninguna esperanza de éxito me aproximé a un grupo de internos que ocupaba una esquina del salón.

—Buenas noches —dije, comprendiendo en el acto lo absurdo de mi saludo, pues allí siempre era de noche—. Busco a la señora Jacinta Coronado.

Co-ro-na-do. ¿Alguno de ustedes la conoce o puede decirme dónde encontrarla?

Enfrente, cuatro miradas envilecidas de avidez. Aquí hay un pulso, me dije.

Quizá no todo está perdido.

—¿Jacinta Coronado? —insistí.

Los cuatro internos intercambiaron miradas y asintieron entre sí. Uno de ellos, orondo y sin un solo pelo visible en todo el cuerpo, parecía el cabecilla. Su semblante y su donaire a la luz de aquel terrario de escatologías me hizo pensar en un Nerón feliz, pulsando su arpa mientras Roma se pudría a sus pies. Con ademán majestuoso, el César Nerón me sonrió, juguetón. Le devolví el gesto, esperanzado.

El interfecto me indicó que me acercase, como si quisiera susurrarme al oído. Dudé, pero me avine a sus condiciones.

—¿Puede usted decirme dónde encontrar a la señora Jacinta Coronado?

—pregunté por última vez.

Acerqué el oído a los labios del interno, tanto que pude sentir su aliento fétido y tibio en la piel. Temí que me mordiese, pero inesperadamente procedió a dispensar una ventosidad de formidable contundencia. Sus compañeros echaron a reír y a dar palmas. Me retiré unos pasos, pero el efluvio flatulento ya me había prendido sin remedio. Fue entonces cuando advertí junto a mí a un anciano encogido sobre sí mismo, armado con barbas de profeta, pelo ralo y ojos de fuego, que se sostenía con un bastón y les contemplaba con desprecio.

—Pierde usted el tiempo, joven. Juanito sólo sabe tirarse pedos y ésos lo único que saben es reírselos y aspirarlos. Como ve, aquí la estructura social no es muy diferente a la del mundo exterior.

El anciano filósofo hablaba con voz grave y dicción perfecta. Me miró de arriba abajo, calibrándome.

—¿Busca usted a la Jacinta, me pareció oír?

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

Asentí, atónito ante la aparición de vida inteligente en aquel antro de horrores.

—¿Y por qué?

Are sens

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