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Zafón

La

sombra

del

viento

mi padre, sosteniendo la cafetera, intercambiaron aquella mirada que empezaba a hacerse habitual.

—¿Bea? —susurré al auricular, dándoles la espalda.

Creí oír un suspiro en la línea.

—¿Bea, eres tú?

No obtuve respuesta y, segundos más tarde, la línea se cortó. Me quedé observando el teléfono durante un minuto, esperando que volviese a sonar.

—Ya volverán a llamar, Daniel. Ahora ven a desayunar —dijo mi padre.

Llamará más tarde, me dije. Alguien debe de haberla sorprendido. No debía de ser fácil burlar el toque de queda del señor Aguilar. No había motivo de alarma.

Con estas y otras excusas me arrastré hasta la mesa para fingir que acompañaba a mi padre y a Fermín en su desayuno. Quizá fuera la lluvia, pero la comida había perdido todo el sabor.

Llovió toda la mañana y al rato de abrir la librería tuvimos un apagón general en todo el barrio que duró hasta el mediodía.

—Lo que faltaba —suspiró mi padre.

A las tres empezaron las primeras goteras. Fermín se ofreció a subir a casa de la Merceditas a pedir prestados unos cubos, platos o cualquier receptáculo cóncavo al uso. Mi padre se lo prohibió terminantemente. El diluvio persistía. Para matar la angustia le relaté a Fermín lo sucedido la noche anterior, guardándome, sin embargo, lo que había visto en aquella cripta. Fermín me escuchó fascinado, pero pese a su titánica insistencia me negué a describirle la consistencia, textura y disposición del busto de Bea. El día se fue en el aguacero.

Después de cenar, so pretexto de darme un paseo para estirar las piernas, dejé a mi padre leyendo y me dirigí hasta casa de Bea. Al llegar me detuve en la esquina a con templar los ventanales del piso y me pregunté qué era lo que estaba haciendo allí. Espiar, fisgar y hacer el ridículo fueron algunos de los términos que me cruzaron la mente. Aun así, tan desprovisto de dignidad como de abrigo apropiado para la gélida temperatura, me resguardé del viento en un portal al otro lado de la calle y permanecí allí cerca de media hora, vigilando las ventanas y viendo pasar las siluetas del señor Aguilar y de su esposa. No había rastro de Bea.

Era casi medianoche cuando regresé a casa, tiritando de frío y con el mundo a cuestas. Llamará mañana, me repetí mil veces mientras intentaba capturar el sueño. Bea no llamó al día siguiente. Ni al otro. Ni en toda aquella semana, la más larga y la última de mi vida.

En siete días, estaría muerto.

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Sólo alguien al que apenas le queda una semana de vida es capaz de malgastar su tiempo como yo lo hice durante aquellos días. Me dedicaba a velar el teléfono y roerme el alma, tan prisionero de mi propia ceguera que apenas era capaz de adivinar lo que el destino ya daba por descontado. El lunes al mediodía me acerqué hasta la Facultad de Letras en la plaza Universidad con la intención de ver a Bea. Sabía que no le iba a hacer ninguna gracia que me presentase allí y que nos viesen juntos en público, pero prefería enfrentar su ira que seguir con aquella incertidumbre.

Pregunté en la secretaría por el aula del profesor Velázquez y me dispuse a esperar la salida de los estudiantes. Esperé unos veinte minutos hasta que se Página 189 de 288

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sombra

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viento

abrieron las puertas y vi pasar el semblante arrogante y apincelado del profesor Velázquez, siempre rodeado de su corrillo de admiradoras. Cinco minutos después no había rastro de Bea. Decidí aproximarme hasta las puertas del aula a echar un vistazo. Un trío de muchachas con aire de escuela parroquial conversaban e intercambiaban apuntes o confidencias. La que parecía la líder de la congregación advirtió mi presencia e interrumpió su monólogo para acribillarme con una mirada inquisitiva.

—Perdón, buscaba a Beatriz Aguilar. ¿Sabéis si asiste a esta clase?

Las muchachas intercambiaron una mirada ponzoñosa y procedieron a hacerme una radiografía.

—¿Eres su novio? —preguntó una de ellas—. ¿El alférez?

Me limité a ofrecer una sonrisa vacía, que tomaron por asentimiento. Sólo me la devolvió la tercera muchacha, con timidez y desviando la mirada. Las otras dos se adelantaron, desafiantes.

—Te imaginaba diferente —dijo la que parecía la jefa del comando.

—¿Y el uniforme? —preguntó la segunda oficiala, observándome con desconfianza.

—Estoy de permiso. ¿Sabéis si se ha marchado ya?

—Beatriz no ha venido hoy a clase —informó la jefa, con aire desafiante.

—Ah, ¿no?

—No —confirmó la teniente de dudas y recelos—. Si eres su novio, deberías saberlo.

—Soy su novio, no un guardia civil.

Anda, vayámonos, éste es un mamarracho —concluyó la jefa.

Ambas pasaron a mi lado dedicándome una mirada de soslayo y una media sonrisa de asco. La tercera, rezagada, se detuvo un instante antes de salir y, asegurándose de que las otras no la veían, me susurró al oído:

—Beatriz tampoco vino el viernes.

—¿Sabes por qué?

—Tú no eres su novio, ¿verdad?

—No. Sólo un amigo.

—Me parece que está enferma.

—¿Enferma?

—Eso dijo una de las chicas que la llamó a casa. Ahora tengo que irme.

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