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—¿Quién le quitó a Penélope, Jacinta? ¿Se acuerda usted?

—El señor —dijo alzando los ojos con temor, como si temiera que alguien pudiera oírnos.

Fermín pareció calibrar el énfasis del gesto de la anciana y siguió su mirada hacia las alturas, cotejando posibilidades.

—¿Se refiere usted a Dios todopoderoso, emperador de los cielos, o más bien al señor padre de la señorita Penélope, don Ricardo?

—¿Cómo está Fernando? —preguntó la anciana.

—¿El cura? Como una rosa. El día menos pensado le hacen papa y la instala a usted en la Capilla Sixtina. Le manda muchos recuerdos.

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—Él es el único que viene a verme, ¿sabe? Viene porque sabe que no tengo a nadie más.

Fermín me lanzó una mirada de soslayo, como si estuviese pensando lo mismo que yo. Jacinta Coronado estaba bastante más cuerda de lo que su apariencia sugería. El cuerpo se apagaba, pero la mente y el alma seguían consumiéndose en aquel pozo de miseria. Me pregunté cuántos más como ella, y como el viejecillo licencioso que nos había indicado dónde encontrarla, habría atrapados allí.

—Viene porque la quiere a usted mucho, Jacinta. Porque se acuerda de lo bien cuidado y alimentado que lo tenía de chaval, que nos lo ha contado todo.

¿Se acuerda usted, Jacinta? ¿Se acuerda de entonces, de cuando iba a recoger a Jorge al colegio, de Fernando y de Julián? Julián...

Su voz era un susurro arrastrado, pero la sonrisa la traicionaba.

—¿Se acuerda usted de Julián Carax, Jacinta?

—Me acuerdo del día que Penélope me dijo que se iba a casar con él...

Fermín y yo nos miramos, atónitos.

—¿A casar? ¿Cuándo fue eso, Jacinta?

—El día que le vio por primera vez. Tenía trece años y no sabía ni quién era ni cómo se llamaba.

—¿Cómo sabía entonces que se iba a casar con él?

—Porque lo había visto. En sueños.

De niña, María Jacinta Coronado estaba convencida de que el mundo seacababa a las afueras de Toledo y de que más allá de los confines de la ciudadno había sino tinieblas y océanos de fuego. Jacinta había sacado aquella ideade un sueño que tuvo durante una fiebre que casi había acabado con ella a loscuatro años. Los sueños empezaron con aquella fiebre misteriosa, de la quealgunos culpaban a la picadura de un enorme alacrán rojo que un día aparecióen la casa y al que nunca se volvió a ver, y otros a los malos oficios de unamonja loca que se infiltraba por las noches en las casas para envenenar a losniños y que años más tarde moriría en el garrote vil, declamando elpadrenuestro al revés y con los ojos salidos de las órbitas al tiempo que unanube roja se extendía sobre la ciudad y descargaba una tormenta deescarabajos muertos. En sus sueños, Jacinta veía el pasado, el futuro y, aveces, vislumbraba secretos y misterios de las viejas calles de Toledo. Uno delos personajes habituales que veía en sus sueños era Zacarías, un ángel quevestía siempre de negro y que iba acompañado de un gato oscuro de ojosamarillos cuyo aliento olía a azufre. Zacarías lo sabía todo: le había vaticinado eldía y la hora en que iba a morir su tío Benancio, el mercachifle de ungüentos yaguas benditas. Le había desvelado el lugar en que su madre, beata de pro,escondía un pliego de cartas de un ardoroso estudiante de medicina de pocosrecursos económicos pero sólidos conocimientos de anatomía en cuya alcobaen el callejón de Santa María había descubierto las puertas del paraíso poradelantado. Le había anunciado que había algo malo clavado en su vientre, unespíritu muerto que la quería mal, y que sólo conocería el amor de un hombre,un amor vacío y egoísta que le rompería el alma en dos. Le había augurado quevería perecer en vida todo aquello que amaba y que antes de llegar al cielovisitaría el infierno. El día de su primera menstruación, Zacarías y su gatosulfúrico desaparecieron de sus sueños, pero años más tarde Jacinta habría de Página 155 de 288

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recordar las visitas del ángel de negro con lágrimas en los ojos, pues todas susprofecías se habían cumplido.

Así, cuando los médicos diagnosticaron que nunca podría tener hijos,Jacinta no se sorprendió. Tampoco se sorprendió, aunque casi se murió depena, cuando su esposo de tres años le anunció que la abandonaba por otraporque ella era como un campo yermo y baldío que no daba fruto, porque no eramujer. En ausencia de Zacarías (a quien tomaba por emisario de los cielos, puesde negro o no, era un ángel luminoso —y el hombre más guapo que había vistoo soñado jamás—), la Jacinta hablaba con Dios a solas, en los rincones, sinverle y sin esperar que él se molestase en contestar porque había mucha penaen el mundo y lo suyo al fin y al cabo eran pequeñeces. Todos sus monólogoscon Dios versaban sobre el mismo tema: sólo deseaba una cosa en la vida, sermadre, ser mujer.

Un día de tantos, rezando en la catedral, se le acercó un hombre a quienreconoció como Zacarías. Vestía como siempre y sostenía su gato malicioso enel regazo. No había envejecido un solo día y seguía luciendo aquellas uñasmagníficas, de duquesa, largas y afiladas. El ángel le confesó que acudía élporque Dios no pensaba contestar a sus plegarias. Zacarías le dijo que no sepreocupase porque, de un modo u otro, él le enviaría una criatura. Se inclinósobre ella, susurró la palabra Tibidabo, y la besó en los labios muy tiernamente.

Al contacto de aquellos labios finos, de caramelo, la Jacinta tuvo una visión:tendría una niña sin necesidad de conocer varón (lo cual, a juzgar por la experiencia de tres años de alcoba con el esposo que insistía en hacer sus cosassobre ella mientras le tapaba la cabeza con una almohada y le murmuraba «nomires, guarra», le supuso un alivio). Esa niña vendría a ella en una ciudad muylejana, atrapada entre una luna de montañas y un mar de luz, una ciudad forjadade edificios que sólo podían existir en sueños. Luego Jacinta no supo decir si lavisita de Zacarías había sido otro de sus sueños o si realmente el ángel habíaacudido a ella en la catedral de Toledo, con su gato y sus uñas escarlata reciénmanicuradas. De lo que no dudó un instante fue de la veracidad de aquellaspredicciones. Aquella misma tarde consultó con el diácono de la parroquia, queera un hombre leído y que había visto mundo (se decía que había llegado hastaAndorra y que chapurreaba el vascuence). El diácono, que alegó desconocer alángel Zacarías de entre las legiones aladas del cielo, escuchó con atención lavisión de la Jacinta y, tras mucho sopesar el tema, y ateniéndose a ladescripción de una suerte de catedral que, en palabras de la vidente, parecíauna gran peineta hecha de chocolate fundido, el sabio le dijo: «Jacinta, eso quehas visto tú es Barcelona, la gran hechicera, y el templo expiatorio de la SagradaFamilia...» Dos semanas más tarde, armada de un fardo, un misal y su primerasonrisa en cinco años, Jacinta partía rumbo a Barcelona, convencida de quetodo lo que le había descrito el ángel se haría realidad.

Pasarían meses de arduas vicisitudes antes de que Jacinta encontraseempleo fijo en uno de los almacenes de Aldaya e hijos, junto a los pabellones de la vieja Exposición Universal de la Ciudadela. La Barcelona de sus sueños se había transformado en una ciudad hostil y tenebrosa, de palacios cerrados y fábricas que soplaban aliento de niebla que envenenaba la piel de carbón y azufre. Jacinta supo desde el primer día que aquella ciudad era mujer, vanidosa y cruel, y aprendió a temerla y a no mirarla nunca a los ojos. Vivía sola en una pensión del barrio de la Ribera, donde su sueldo apenas le permitía pagarse un cuarto miserable, sin ventanas ni más luz que las velas que robaba en la Página 156 de 288

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