Fumero dejó caer los ojos y sacudió la cabeza, murmurando para, sí.
Cuando alzó el rostro exhibía una mueca canina en los labios y un revólver en la mano. Sin apartar sus ojos de los míos, Fumero le clavó un culatazo al jarrón con flores marchitas sobre la mesa. El jarrón estalló en pedazos, derramando el agua y los tallos ajados sobre el mantel. A mi pesar, me estremecí. Mi padre vociferaba en el recibidor bajo la presa de los dos agentes. Apenas pude descifrar sus palabras. Todo cuanto era capaz de absorber era la presión helada del cañón del revólver hundido en mi mejilla y el olor a pólvora.
—A mí no me jodas, niñato de mierda, o tu padre va a tener que recoger tus sesos del suelo. ¿Me oyes?
Asentí, temblando. Fumero presionaba el cañón del arma con fuerza contra mi pómulo. Sentí que me cortaba la piel, pero no me atreví ni a parpadear.
—Es la última vez que te lo pregunto. ¿Dónde está?
Me vi a mí mismo reflejado en las pupilas negras del inspector, que se contraían lentamente al tiempo que tensaba el percutor con el pulgar.
—Aquí no. No le he visto desde el mediodía. Es la verdad.
Fumero permaneció inmóvil durante casi medio minuto, hurgándome la cara con el revólver y relamiéndose los labios.
—Lerma —ordenó—. Eche un vistazo.
Uno de los agentes se apresuró a inspeccionar el piso. Mi padre forcejeaba en vano con el tercer policía.
—Como me hayas mentido y lo encontremos en esta casa, te juro que le rompo las dos piernas a tu padre —susurró Fumero.
—Mi padre no sabe nada. Déjele en paz.
—Tú sí que no sabes ni a lo que juegas. Pero en cuanto trinque a tu amigo, se acabó el juego. Ni jueces, ni hospitales, ni hostias. Esta vez me voy a Página 204 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
encargar personalmente de sacarle de la circulación. Y voy a disfrutar haciéndolo, créeme. Me voy a tomar mi tiempo. Se lo puedes decir si lo ves.
Porque voy a encontrarle aunque se esconda debajo de las piedras. Y tú tienes el siguiente número. ,
El agente Lerma reapareció en el comedor e intercambió una mirada con Fumero, una leve negativa. Fumero aflojó el percutor y retiró el revólver.
—Lástima —dijo Fumero.
—¿De qué le acusa? ¿Por qué le busca?
Fumero me dio la espalda y se aproximó a los dos agentes que, a su señal, soltaron a mi padre.
—Se va usted a acordar de esto —escupió mi padre.
Los ojos de Fumero se posaron sobre él. Instintivamente, mi padre dio un paso atrás. Temí que la visita del inspector no hubiera hecho más que empezar, pero súbitamente Fumero sacudió la cabeza, riéndose por lo bajo, y abandonó el piso sin más ceremonia. Lerma le siguió. El tercer policía, mi perpetuo centinela, se detuvo un instante en el umbral. Me miró en silencio, como si quisiera decirme algo.
—¡Palacios! —bramó Fumero, su voz desdibujada en el eco de la escalera.
Palacios bajó la mirada y desapareció por la puerta. Salí al rellano.
Cuchillas de luz se perfilaban desde las puertas entreabiertas de varios vecinos, sus rostros atemorizados asomados en la penumbra. Las tres siluetas oscuras de los policías se perdían escaleras abajo y el repiqueteo furioso de sus pasos se batía en retirada como marea envenenada, dejando un rastro de miedo y negrura.
Rondaba la medianoche cuando escuchamos de nuevo golpes en la puerta, esta vez más débiles, casi temerosos. Mi padre, que me estaba limpiando la magulladura que me había dejado el revólver de Fumero con agua oxigenada, se detuvo en seco. Nuestras miradas se encontraron. Llegaron tres nuevos golpes.
Por un instante creí que se trataba de Fermín, que tal vez había presenciado todo el incidente escondido en un rincón oscuro de la escalera.
—¿Quién va? —preguntó mi padre.
—Don Anacleto, señor Sempere.
Mi padre suspiró. Abrimos la puerta para encontrar al catedrático, más pálido que nunca.
—Don Anacleto, ¿qué pasa? ¿Está usted bien? —preguntó mi padre, haciéndole pasar.
El catedrático portaba un periódico plegado en las manos. Se limitó a tendérnoslo, con una mirada de horror. El papel aún estaba tibio y la tinta fresca.
—Es la edición de mañana —musitó don Anacleto—. Página seis.
Lo primero que advertí fueron las dos fotografías que sostenían el titular. La primera mostraba a un Fermín más relleno de carnes y pelo, quizá quince o veinte años más joven. La segunda revelaba el rostro de una mujer con los ojos sellados y la piel de mármol. Tardé unos segundos en reconocerla, porque me había acostumbrado a verla entre penumbras.