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La otra silueta se inclinó sobre mí. Supe que me estaba hablando al sentir su aliento en la cara. Esperé ver el rostro de Fumero iluminarse y sentir el filo de su cuchillo en la garganta. Una mirada se posó sobre la mía y, mientras el velo de la conciencia se desprendía, reconocí la sonrisa desdentada y rendida de Fermín Romero de Torres.

Desperté empapado en un sudor que me escocía en la piel. Dos manos me sostenían con firmeza por los hombros, acomodándome sobre un catre que creí rodeado de cirios, como en un velatorio. El rostro de Fermín asomó a mi derecha.

Sonreía, pero incluso en pleno delirio pude advertir su inquietud. A su lado, de pie, distinguí a don Federico Flaviá, el relojero.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

—Parece que ya vuelve en sí, Fermín —dijo don Federico—. ¿Le parece si le preparo algo de caldo para que reviva?

—Daño no hará. Ya en el empeño podría usted prepararme un bocadillito de lo que encuentre, que con estos nervios me ha entrado una gazuza de padre y muy señor mío.

Federico se retiró con prestancia y nos dejó a solas.

—¿Dónde estamos, Fermín?

—En lugar seguro. Técnicamente nos hallamos en un pisito en la izquierda del ensanche, propiedad de unas amistades de don Federico, a quien le debemos la vida y más. Los maledicentes lo calificarían de picadero, pero para nosotros es un santuario.

Traté de incorporarme. El dolor del oído se dejaba sentir ahora en un latido ardiente.

—¿Voy a quedarme sordo?

—Sordo no sé, pero por poco se queda usted medio mongólico. Ese energúmeno del señor Aguilar por poco le licua las meninges a leches.

—No ha sido el señor Aguilar el que me ha pegado. Ha sido Tomás.

—¿Tomás? ¿Su amigo el inventor?

Asentí.

—Algo habrá usted hecho.

—Bea se ha marchado de casa... —empecé.

Fermín frunció el ceño.

—Siga.

—Está embarazada.

Fermín me observaba pasmado. Por una vez, su expresión era impenetrable y severa.

—No me mire así, Fermín, por Dios.

—¿Qué quiere que haga? ¿Repartir puros?

Intenté levantarme, pero el dolor y las manos de Fermín me detuvieron.

—Tengo que encontrarla, Fermín.

—Quieto parao. Usted no está en condiciones de ir a ningún sitio. Dígame dónde está la muchacha y yo iré a por ella.

—No sé dónde está.

—Le voy a pedir que sea algo más específico.

Don Federico apareció por la puerta portando una taza humeante de caldo.

Me sonrió cálidamente.

—¿Cómo te encuentras, Daniel?

—Mucho mejor, gracias, don Federico.

—Tómate un par de estas pastillas con el caldo.

Cruzó una mirada leve con Fermín, que asintió.

—Son para el dolor.

Me tragué las pastillas y sorbí la taza de caldo, que sabía a jerez. Don Federico, prodigio de discreción, abandonó la habitación y cerró la puerta.

Fue entonces cuando advertí que Fermín sostenía en el regazo el manuscrito de Nuria Monfort. El reloj que tintineaba en la mesita de noche marcaba la una, supuse que de la tarde.

—¿Nieva todavía?

—Nevar es poco. Esto es el diluvio en polvo.

—¿Lo ha leído ya? —pregunté.

Fermín se limitó a asentir.

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Carlos

Are sens