—Sí.
—Porque tú se lo habías pedido.
Guardé silencio. Mi padre suspiró.
—No lo entiendes, papá.
—Desde luego que no. No te entiendo a ti, ni a Fermín, ni...
—Papá, por lo que sabemos de Fermín, lo que pone ahí es imposible.
—¿Y qué sabemos de Fermín, eh? Para empezar resulta que no sabíamos ni su verdadero nombre.
—Te equivocas con él.
—No, Daniel. Eres tú el que se equivoca, y en muchas cosas. ¿Quién te manda a ti hurgar en la vida de la gente?
—Soy libre de hablar con quien quiera.
—Supongo que también te sientes libre de las consecuencias.
—¿Insinúas que soy responsable de la muerte de esa mujer?
—Esa mujer, como tú la llamas, tenía nombre y apellidos, y la conocías.
—No hace falta que me lo recuerdes —repliqué con lágrimas en los ojos.
Mi padre me contempló con tristeza, negando.
—Dios santo, no quiero ni pensar cómo estará el pobre Isaac —murmuró mi padre para sí mismo.
—Yo no tengo la culpa de que esté muerta —dije con un hilo de voz, pensando que tal vez si lo repetía suficientes veces empezaría a creérmelo.
Mi padre se retiró a la trastienda, negando por lo bajo.
—Tú sabrás de lo que eres responsable o no, Daniel. A veces, ya no sé quién eres.
Cogí mi gabardina y escapé hacia la calle y la lluvia, donde nadie me conocía ni me podía leer el alma.
Me entregué a la lluvia helada sin rumbo fijo. Caminaba con la mirada caída, arrastrando la imagen de Nuria Monfort, sin vida, tendida en una fría losa de mármol, el cuerpo sembrado de puñaladas. A cada paso, la ciudad se desvanecía a mi alrededor. Al enfilar un cruce en la calle Fontanella no me detuve ni a mirar el semáforo. Cuando sentí el golpe de viento en la cara me volví hacia una pared de metal y luz que se abalanzaba sobre mí a toda velocidad. En el último instante, un transeúnte a mi espalda tiró de mí hacia atrás y me apartó de la trayectoria del autobús. Contemplé el fuselaje centelleando a apenas unos centímetros de mi rostro, una muerte segura desfilando a una décima de segundo. Cuando tuve conciencia de lo que había sucedido, el transeúnte que me había salvado la vida se alejaba por el paso de peatones, apenas una silueta en una gabardina gris. Me quedé allí clavado, sin aliento. En el espejismo de la lluvia pude advertir que mi salvador se había detenido al otro lado de la calle y me observaba bajo la lluvia. Era el tercer Página 207 de 288
Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
policía, Palacios. Una muralla de tráfico de deslizó entre nosotros, y cuando volví a mirar, el agente Palacios ya no estaba allí.
Me encaminé hacia casa de Bea, incapaz de esperar más. Necesitaba recordar lo poco de bueno que había en mí, lo que ella me había dado. Me lancé escaleras arriba a toda prisa y me detuve frente a la puerta de los Aguilar, casi sin aliento. Tomé el llamador y golpeé tres veces con fuerza.
Mientras esperaba, me armé de valor y adquirí conciencia de mi aspecto: empapado hasta los huesos. Me retiré el pelo de la frente y me dije que ya estaba hecho. Si aparecía el señor Aguilar dispuesto a partirme las piernas y la cara, cuanto antes mejor. Llamé de nuevo y al poco escuché unos pasos acercándose a la puerta. La mirilla se entreabrió. Una mirada oscura y recelosa me observaba.
—¿Quién va?
Reconocí la voz de Cecilia, una de las doncellas al servicio de la familia Aguilar.
—Soy Daniel Sempere, Cecilia.
La mirilla se cerró y en unos segundos se inició el concierto de cerrojos y pasadores que blindaban la entrada al piso. El portón se abrió lentamente y me recibió Cecilia, encofrada y con uniforme, portando un cirio en un portavelas. Por su expresión de alarma intuí que debía de ofrecerle un aspecto cadavérico.
—Buenas tardes, Cecilia. ¿Está Bea?
Me miró sin comprender. En el protocolo conocido de la casa, mi presencia, que en los últimos tiempos era un accidente inusual, se asociaba únicamente a Tomás, mi antiguo compañero de escuela.
—La señorita Beatriz no está...
—¿Ha salido?
Cecilia, que apenas era un susto perpetuamente cosido a un delantal, asintió.