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Don Federico, empujándome de vuelta a la calle, me selló los labios con un grave asentimiento. Una vez en la calle recobró el semblante risueño y alzó la voz.

—Y acuérdate de no forzar la manija al darle cuerda o volverá a saltar, ¿de acuerdo?

—Descuide, don Federico, y gracias.

Me alejé con un nudo en el estómago que se estrechaba a cada paso que me aproximaba al agente de paisano que vigilaba la librería. Al cruzar frente a él le saludé con la misma mano que sostenía la bolsa que me había dado don Federico.

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Carlos

Ruiz

Zafón

La

sombra

del

viento

El agente la miraba con vago interés. Me colé en la librería. Mi padre seguía en pie tras el mostrador, como si no se hubiese movido desde mi partida. Me miró apesadumbrado.

—Oye, Daniel, sobre lo de antes...

—No te preocupes. Tenías razón.

—Estás tiritando...

Asentí vagamente y le vi partir en busca del termo. Aproveché la circunstancia para meterme en el pequeño lavabo de la trastienda para examinar el misal. La nota de Fermín se deslizó en el aire, revoloteando como una mariposa. La cacé al vuelo. El mensaje estaba escrito en una hoja casi transparente de papel de fumar en caligrafía diminuta que tuve que sostener al trasluz para poder descifrar.

Amigo Daniel:

No crea usted una palabra de lo que dicen los diarios sobre el asesinato deNuria Monfort. Como siempre, es puro embuste. Yo estoy sano, salvo y oculto enlugar seguro. No intente encontrarme o enviarme mensajes. Destruya esta notaen cuanto la haya leído. No hace falta que se la trague, basta con que la queme ola haga añicos. Yo me pondré en contacto con usted merced a mi ingenio y a losbuenos oficios de terceros en concordia. Le ruego que transmita la esencia deeste mensaje, en clave y con toda discreción, a mi amada. Usted no haga nada.

Su amigo, el tercer hombre,

FRdT

Empezaba a releer la nota cuando alguien golpeó la puerta del retrete con los nudillos.

—¿Se puede —preguntó una voz desconocida.

El corazón me dio un vuelco. Sin saber qué otra cosa hacer, hice un ovillo con la hoja de papel de fumar y me la tragué. Tiré de la cadena y aproveché el estruendo de tuberías y cisternas para engullir la pelotilla de papel. Sabía a cera y a caramelo Sugus. Al abrir la puerta me encontré con la sonrisa reptil del agente de policía que segundos antes había estado apostado frente a la librería.

—Usted disculpe. No sé si será el oír llover todo el día, pero es que me orinaba, por no decir otra cosa...

—Faltaría más —dije, cediéndole el paso—. Todo suyo.

—Agradecido.

El agente, que a la luz de la bombilla me pareció una pequeña comadreja, me miró de arriba abajo. Su mirada de alcantarilla se posó en el misal en mis manos.

—Yo es que sin leer algo, no hay manera —argumenté. —A mí me pasa lo mismo Y luego dicen que el español no lee. ¿Me lo presta?

—Ahí encima de la cisterna tiene el último Premio de la Crítica —

atajé—Infalible.

Me alejé sin perder la compostura v me uní a mi padre que me estaba preparando una taza de café con leche.

—¿Y ése? —pregunté.

—Me ha jurado que se cagaba. ¿Qué iba a hacer?

—Dejarlo en la calle y así entraba en calor

Mi padre frunció el ceño.

—Si no te importa, subo ya a casa.

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