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La oscuridad se teñía de luz blanca y el rostro de Bea se alejaba en un túnel de niebla. Cerré los ojos y sentí las manos de Bea sobre mi rostro y el soplo de su voz suplicándole a Dios que no me llevase, susurrándome que me quería y que no me dejaría ir, que no me dejaría ir. Sólo recuerdo que me desprendí en aquel espejismo de luz y frío, que una rara paz me envolvió y se llevó el dolor y el fuego lento de mis entrañas. Me vi a mí mismo caminando por las calles de aquella Barcelona embrujada de la mano de Bea, casi ancianos. Vi a mi padre y a Nuria Monfort posando rosas blancas sobre mi tumba. Vi a Fermín llorando en brazos de la Bernarda, y a mi viejo amigo Tomás, que había enmudecido para siempre. Les vi como se ve a los extraños desde un tren que se aleja demasiado de prisa. Fue entonces, casi sin darme cuenta, cuando recordé el rostro de mi madre que había perdido tantos años atrás como si un recorte extraviado se hubiese deslizado de entre las páginas de un libro. Su luz fue cuanto me acompañó en mi descenso.

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27 DE NOVIEMBRE DE 1955

POST MORTEM

La habitación era blanca, forjada de lienzos y cortinajes tejidos de vapor yde sol reluciente. Desde mi ventana se veía un mar azul infinito. Algún día,alguien querría convencerme de que no, que desde la clínica Corachán no se veel mar, que sus habitaciones no son blancas ni etéreas y que el mar de aquelnoviembre era una balsa de plomo fría y hostil, que siguió nevando todos losdías de aquella semana hasta sepultar el sol y toda Barcelona bajo un metro denieve y de que incluso Fermín, el eterno optimista, creía que yo iba a morir otravez.

Ya había muerto antes, en la ambulancia, en brazos de Bea y del tenientePalacios, que arruinó su traje oficial con mi sangre. La bala, decían los médicos,que hablaban de mí creyendo que no les oía, había destrozado dos costillas,rozado el corazón, segado una arteria y salido al galope por el costado,arrastrando cuanto encontró en su camino. Mi corazón dejó de latir durantesesenta y cuatro segundos. Me dijeron que, al regresar de mi excursión alinfinito, abrí los ojos y sonreí antes de perder el conocimiento.

No recuperé el sentido hasta ocho días más tarde. Para entonces, losperiódicos ya habían publicado la noticia del fallecimiento del insigne inspectorjefe de policía Francisco Javier Fumero en una trifulca con una banda armadade maleantes, y las autoridades andaban demasiado ocupadas en encontrarleuna calle o pasaje al que rebautizar en su memoria. El suyo fue el único cuerpohallado en el viejo caserón de los Aldaya. Los cuerpos de Penélope y su hijonunca aparecieron.

Desperté al alba. Recuerdo la luz, de oro líquido, derramándose por lassábanas. Había dejado de nevar y alguien había cambiado el mar tras mi ventanapor una plaza blanca de la que emergían unos columpios y poco más. Mi padre,hundido en una silla junto a mi cama, alzó la vista y me observó en silencio. Lesonreí y se echó a llorar. Fermín, que dormía a pierna suelta en el pasillo, y Bea,que le sostenía la cabeza en el regazo, oyeron sus lágrimas, un lamento que seperdía a gritos, y entraron en la habitación. Recuerdo que Fermín estaba blanco y flaco como una raspa de pescado. Me contaron que la sangre que corría por mis venas era suya, que yo había perdido toda la mía, y que mi amigo llevaba días atiborrándose de pepitos de lomo en la cafetería de la clínica para criar glóbulos rojos en caso de que yo necesitase más. Quizá eso explicase por qué me sentía más sabio y menos Daniel. Recuerdo que había un bosque de flores y que aquella tarde, o quizá dos minutos después, no sabría decir, desfilaron por la habitación desde Gustavo Barceló y su sobrina Clara, a la Bernarda y mi amigo Tomás, que no se atrevía a mirarme a los ojos y que cuando le abracé echó a correr y se fue a llorar a la calle. Recuerdo vagamente a don Federico, que venía acompañado de la Merceditas y del catedrático don Anacleto. Sobre todo recuerdo a Bea, que me miraba en silencio mientras todos se deshacían en alegrías y salvas al cielo, y a mi padre, que había dormido en aquella silla durante siete noches, rezándole a un Dios en el que no creía.

Cuando los médicos obligaron a toda la comitiva a desalojar la habitación yabandonarme a un reposo que no quería, mi padre se acercó un momento y medijo que me había traído mi pluma, la estilográfica de Víctor Hugo, y un cuaderno,por si quería escribir. Fermín, desde la puerta, anunciaba que había consultadocon el plantel de doctores de la clínica y le habían asegurado que yo no iba a Página 280 de 288

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hacer el servicio militar. Bea me besó en la frente y se llevó a mi padre a que lediese el aire, porque no había salido de aquella habitación en más de unasemana. Me quedé a solas, aplastado de cansancio y me rendí al sueño,contemplando el estuche de mi pluma sobre la mesita de noche.

Me despertaron unos pasos en la puerta y me pareció ver la silueta de mipadre al pie del lecho, o quizá fuera el doctor Mendoza que no me quitaba un ojode encima, convencido de que yo era hijo de un milagro. El visitante rodeó ellecho y se sentó en la silla de mi padre. Sentía la boca seca y apenas podíahablar. Julián Carax me acercó un vaso de agua a los labios y me sostuvo lacabeza mientras los humedecía. Tenía ojos de despedida, y me bastó mirar enellos para comprender que nunca había llegado a averiguar la verdaderaidentidad de Penélope. No recuerdo bien sus palabras, ni el sonido de su voz. Sísé que me tomó la mano y que sentí que me pedía que viviese por él, y que novolvería a verle jamás. De lo que no me he olvidado es de lo que yo le dije. Lepedí que tomase aquella pluma, que había sido suya desde siempre, y quevolviese a escribir.

Cuando desperté, Bea me estaba refrescando la frente con un pañohúmedo de colonia. Sobresaltado, le pregunté dónde estaba Carax. Me miró,confundida, y me dijo que Carax había desaparecido en la tormenta ocho díasatrás dejando un rastro de sangre en la nieve y que todos le daban por muerto.

Dije que no, que había estado allí mismo, conmigo, hacía apenas segundos. Beame sonrió, sin decir nada. La enfermera que me tomaba el pulso negó lentamentey me explicó que llevaba seis horas dormido, que ella había estado sentada a suescritorio frente a la puerta de mi habitación durante todo ese tiempo y que,mientras tanto, nadie había entrado en mi habitación.

Aquella noche, al intentar conciliar el sueño, volví la cabeza sobre laalmohada y comprobé que el estuche estaba abierto y que la pluma habíadesaparecido.

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1956

LAS AGUAS DE MARZO

Bea y yo nos casamos en la iglesia de Santa Ana dos meses más tarde. El señor Aguilar, que todavía me hablaba en monosílabos y seguiría haciéndolo hasta el fin de los tiempos, me había concedido la mano de su hija ante la imposibilidad de obtener mi cabeza en bandeja. La desaparición de Bea le había afeitado la furia, y ahora parecía vivir en estado de perpetuo susto, resignado a que pronto su nieto me llamase papá y a que la vida, valiéndose de un sinvergüenza remendado de un balazo, le robase a la niña que él, pese a las bifocales, seguía viendo como el día de su primera comunión, ni un día mayor. Una semana antes de la ceremonia, el padre de Bea se presentó en la librería para regalarme una aguja de corbata de oro que había pertenecido a su padre y para estrecharme la mano.

—Bea es lo único bueno que he hecho en la vida —me dijo—. Cuídamela.

Mi padre le acompañó hasta la puerta y le contempló alejarse por la calle Santa Ana con esa melancolía que reblandece a los hombres que envejecen al mismo tiempo sin que nadie les haya pedido permiso.

—No es una mala persona, Daniel —dijo—. Cada cual quiere a su manera.

El doctor Mendoza, que dudaba de mi capacidad para sostenerme en pie durante mas de media hora, me había advertido que el ajetreo de una boda y sus preparativos no eran la mejor medicina para sanar a un hombre que había estado a punto de dejarse el corazón en el quirófano.

—No se preocupe —le tranquilicé—. No me dejan hacer nada.

No mentía. Fermín Romero de Torres se había erigido en dictador absoluto y factótum de la ceremonia, banquete y miscelánea varia. El párroco de la iglesia, al enterarse de que la novia llegaba preñada al altar, se había negado en redondo a celebrar el matrimonio y amenazó con conjurar a los hados de la Santa Inquisición para que impidiesen el evento. Fermín montó en cólera y lo sacó a rastras de la iglesia, gritando a los cuatro vientos que era indigno del hábito, de la parroquia, y jurándole que como se le ocurriese levantar una pestaña le iba a montar un escándalo en el obispado del que lo menos resultaría desterrado al peñón de Gibraltar a evangelizar a las monas por mezquino y miserable. Varios transeúntes aplaudieron, y el florista de la plaza le regaló a Fermín un clavel blanco que procedió a lucir en la solapa hasta que los pétalos le quedaron del color del cuello de la camisa.

Compuestos y sin cura, Fermín acudió al colegio de San Gabriel y procedió a reclutar los servicios del padre Fernando Ramos, que no había celebrado una boda en la vida y cuya especialidad era el latín, la trigonometría y la gimnasia sueca, por este orden.

—Eminencia, que el novio está muy débil y ahora yo no puedo darle otro disgusto. El ve en usted una reencarnación de los grandes padres de la madre Iglesia, ahí en lo alto con santo Tomás, san Agustín y la virgen de Fátima. Ahí donde usted le ve, el muchacho es como yo, devotísimo. Un místico. Si ahora le digo que me falla usted, lo mismo tenemos que celebrar un funeral en vez de una boda.

—Si me lo pone usted así.

Según me contaron después —porque yo no lo recuerdo y las bodas siempre se empeñan en recordarlas mejor los demás—, antes de la ceremonia, Página 282 de 288

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