Me temblaban las manos cuando alcancé el rellano del tercero. Una cuchilla de luz rojiza despuntaba bajo el marco de la puerta entreabierta. Posé la mano sobre el pomo y permanecí allí inmóvil, escuchando. Creí oír un susurro, un aliento entrecortado que provenía del interior. Por un instante pensé que si abría aquella puerta, la encontraría esperándome al otro lado, fumando junto al balcón con las piernas encogidas y apoyada contra la pared, anclada en el mismo lugar en que la había dejado. Suavemente, temiendo molestarla, abrí la puerta y entré en el piso.
Las cortinas del balcón ondeaban en la sala. La silueta estaba sentada junto a la ventana, el rostro robado al trasluz, inmóvil, sosteniendo un cirio encendido entre las manos. Una perla de claridad se deslizó por su piel, brillante como resina fresca, para caer después en su regazo. Isaac Monfort se volvió con el rostro surcado de lágrimas.
—No le vi esta tarde en el entierro —dije.
Negó en silencio, secándose los ojos con el envés de la solapa.
—Nuria no estaba allí —murmuró al rato—. Los muertos nunca acuden a su propio entierro.
Echó una mirada alrededor, como si con ello quisiera indicarme que su hija estaba en aquella sala, sentada junto a nosotros en la penumbra, escuchándonos.
—¿Sabe usted que nunca había estado en esta casa? —preguntó—.
Siempre que nos veíamos era Nuria quien acudía a mí. «Para usted es más fácil, padre —decía ella—. ¿Para qué va a subir escaleras?» Yo siempre le decía:
«Bueno, si no me invitas no voy a ir», y ella respondía: «No hace falta que le invite a mi casa, padre, se invita a los extraños. Usted puede venir cuando quiera.» En más de quince años no vine a verla una sola vez. Siempre le dije que había escogido un mal barrio. Poca luz. Una finca vieja. Ella sólo asentía. Como cuando le decía que había escogido una mala vida. Poco futuro. Un marido sin oficio ni beneficio. Es curioso cómo juzgamos a los demás y no nos damos cuenta de lo miserable de nuestro desdén hasta que nos faltan, hasta que nos los quitan. Nos los quitan porque nunca han sido nuestros...
La voz del anciano, desnuda de su velo de ironía, hacía aguas y sonaba casi tan vieja como su mirada.
—Nuria le quería a usted mucho, Isaac. No lo dude ni por un instante. Y me consta que ella también se sentía querida por usted —improvisé.
El viejo Isaac negó de nuevo. Sonreía, pero las lágrimas caían sin cesar, calladas.
—Quizá me quería, a su manera, como yo la quise a ella, a la mía. Pero no nos conocíamos. Quizá porque yo nunca la dejé conocerme, o nunca di un paso por conocerla a ella. Pasamos la vida como dos extraños que se han visto todos los días y se saludan por cortesía. Y pienso que quizá murió sin perdonarme.
—Isaac, le aseguro a usted...
—Daniel, es usted joven y pone voluntad, pero aunque he bebido y no sé ni lo que digo, aún no ha aprendido a mentir lo suficientemente bien como para engañar a un viejo con el corazón podrido de miserias.
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Carlos
Ruiz
Zafón
La
sombra
del
viento
Bajé la mirada.
—La policía dice que el hombre que la mató es amigo suyo —aventuró Isaac.
—La policía miente Isaac asintió.
—Ya lo sé.
—Le aseguro...
—No hace falta, Daniel. Sé que dice usted la verdad —dijo Isaac, extrayendo un sobre del bolsillo de su abrigo.
—La tarde antes de morir, Nuria vino a verme, como solía hacer años atrás. Me acuerdo de que solíamos ir a comer a un café de la calle Guardia, al que yo la llevaba de niña. Siempre hablábamos de libros, de libros viejos. Ella me contaba a veces cosas de su trabajo, pequeñeces, cosas que se cuentan a un extraño en un autobús... Una vez me dijo que sentía haber sido una decepción para mí. Le pregunté que de dónde había sacado aquella idea absurda. «De sus ojos , padre, de sus ojos », dijo. Ni una sola vez se me ocurrió que tal vez yo había sido una decepción todavía mayor para ella. A veces nos creemos que las personas son décimos de lotería: que están ahí para hacer realidad nuestras ilusiones absurdas.
—Isaac, con el debido respeto, ha bebido usted como un cosaco y no sabe lo que dice.
—El vino convierte al sabio en necio, y al necio en sabio. Sé lo suficiente para comprender que mi propia hija nunca confió en mí. Confiaba más en usted, Daniel, y sólo le había visto un par de veces.
—Le aseguro que se equivoca.
—La última tarde que nos vimos me trajo este sobre. Estaba muy inquieta, preocupada por algo que no me quiso contar. Me pidió que guardase este sobre y que, si pasaba algo, se lo entregase a usted.
—¿Si pasaba algo?
—Ésas fueron sus palabras. La vi tan alterada que le propuse que acudiésemos juntos a la policía, que fuera cual fuese el problema encontraríamos una solución. Entonces me dijo que la policía era el último sitio al que podía acudir. Le pedí que me revelase de qué se trataba, pero dijo que tenía que marcharse y me hizo prometer que le entregaría a usted este sobre si ella no volvía a buscarlo en un par de días. Me pidió que no lo abriera.
Isaac tendió el sobre. Estaba abierto.
—Le mentí, como siempre —dijo.
Inspeccioné el sobre. Contenía un pliego de cuartillas escritas a mano.
—¿Las ha leído usted? —pregunté.